lunes, 3 de enero de 2011

Mi nombre


En el lago, la luna partida en dos escoltada por una corte titilante y helada, en el cielo, una escena semejante.  Como un pez de río frente al mar, así miran mis ojos el vasto paisaje sumido en el letargo otoñal.  Una brisa repentina hace oscilar la llama en el farol de queroseno, sus cálidos brazos danzan en mi rostro y yo pienso fugazmente en una mujer cuyo nombre se me escapa.
Lo único que pica esta noche, son los mosquitos.  La tanza no se ha tensado más que para acompañar la plomada.  Pero yo sigo aquí, porque es un buen lugar para estar, tanteando esta caña como quien tensa una espera.  Orada la noche un sonido, una voz que me llama desde lejos, una vez, dos veces.  Ah las ranas, qué coro de demencias gritan esta noche.  De nuevo la quietud y el silencio, la calma del agua que dispensa una burbuja junto a un junco y la brisa que pasa, volando bajito.  Otra vez la voz.  Me resulta familiar pero no más que este paisaje.  Alzo mi botella y les grito:
- Un brindis por sus gargantas amigas ranas, y también por ustedes hermanos sapos.- mientras así los saludo me empino otro buen trago, y de nuevo se deja oír la voz que susurra largamente mi nombre, dulce y profunda vibra en mi cabeza haciéndose eco.  ¿De dónde proviene?  ¿Puede el viento entre los juncos silbar de esta manera?...

En algún lugar del lago, una mohosa sombra  avanza.  Dos remos chapotean, se hunden, se deslizan, y emergen.  El viejo que los porta vuelve a la carga como un péndulo.

Mi nombre de nuevo, más fuerte y más apremiante relampaguea.
- ¡Ya, silencio!.  SILENCIO Silencio lencio cio, retumba y se pierde entre los valles mi bramido.
Estoy sobre una roca, con los pies descalzos pendiendo cerca del agua, giro la cabeza a ambos lados escudriñando el aire.  Nada.  Solo la noche debajo de la sangre que retumba en mi cabeza.  La noche tranquila que me calma y el corazón que vuelve a separarse de las costillas desde donde, aferrado a las barras, estaba protestando como un reo enfurecido en su presidio.

Lleva rumbo sereno y constante como quien ha aprendido de los años, y este viejo ha vivido muchos, si de vivir puede hablarse de quien ha nacido sin vida.  Pero puesto que memoria no tiene, no es la experiencia lo que lo ha sosegado.  La misión que debe cumplir así lo exige, y más entregado al servicio que a la meditación así lo hará.  Una única certeza lleva encendida en el negro azabache de sus ojos hundidos, la de que no es el último remero.

Mi nombre estalla en el espacio, es concreto el sonido que se dibuja en mi pecho, me enviste, me reclama y muere.  Deja una estela insondable como un bólido que se pierde en la lejanía.

¡A callar! CALLAR callar llar ar...

Mudo, por nacimiento o adopción, bate los remos que tan pulidos por el agua más que remos son navajas.  No siendo ya humano y teniendo que lidiar con la raza desde que el tiempo es tiempo, se le ha pegado, por así decirlo, la apariencia, y no es mimetismo alguno, que la naturaleza no ha dotado al último eslabón de la cadena, a la cima de la pirámide, de tan inútil atributo.  Quien lo ve, jura que no es más que un viejo triste y agobiado como suele ser la gente de edad que, por negligencia o hastío nada espera de este mundo. Así como hemos dado en ver en los ángeles formas de niños y jóvenes halados de saludable aspecto, así hemos dado a este ser su senil cuerpo decrépito.  Es en este caso el hábito el que hace al monje.  Bajo la forma que lo vieren, aunque por convención hemos acordado hacerlo un osario articulado, por cercanía es este anciano que suele parecérsenos al final de nuestras vidas, sea como fuere, jóvenes o viejos al momento del encuentro intentamos los condenados hablarle.  Pero ya es tiempo de que lo digamos, sea por incapacidad o desinterés nada se ha obtenido ni se obtendrá de esto.  Que los ojos engañan, mas la certeza es paria de razón en estos casos.  Qué hay que decir de lo inevitable.  Cómo cuestionar al técnico del servicio meteorológico –Ah, 35º grados a la sombra y cielo despejado… pero vea yo necesitaba que hoy lloviera o al médico de cabecera, -Dígame, francamente, no será un resfrío fuerte esto que usted insiste el llamar cáncer terminal.

Bajo los lunares rojos de la halada coraza unas patitas cosquillean en el dorso de mi mano.
- Hola muchacho.  Hoy parece que no acabo de quedarme a solas.
No se detiene
- ¿Eras vos?, no, no creo, además no conocés mi nombre, pero vamos, ¡a volar!, esperá, un deseo sí, quisiera, quisiera: no ser molestado, acalla ya esa voz que me reclama.  El soplido empuja al insecto que en un instante rompe en vuelo.

La quilla surca el agua y no se sabe si ésta no le abre paso antes de ser envestida, se pliega, se retracta, se recoge, se retira, seda opalescente del liquido telón, en ademán cortesano de respeto y temor.
Pronunciado el deseo de quien a orillas lo aguarda sin saberlo, queda la sentencia dictada, así ha sido siempre y así será, todos seremos algún día remeros.
Un frío repentino empaña los ojos, el lago se torna de un color almagre, el aire chirría el alboroto de unos pájaros invisibles, junto a la orilla, el refusilo de un remo en el aire.

- ¿Quién eres viejo?  ¿Acaso me llamabas?

Pero sé quien es, y en cambio, como del cántaro partido se filtra el agua, así mi razón, mi memoria, mi esencia, se fuga, y en mis últimos saberes leo mi ausencia ya casi total.
Y hablar, el viejo no habla.  Pero sus ojos, que ahora son míos me miran, y solo ven una roca vacía junto al lago.  Y mi nombre,  ya no se escucha, mi nombre ya no es mi nombre, como mis manos, que ahora son marchitos huesos bajo una piel helada, mis manos que son y no son mías aferradas a los remos, en este bote vacío,  bote que guío, hacia la noche.  Tan solo llevo heredadas una misión y una certeza.

En el monitor una línea turquesa chilla incesante.
- Ya, apaguen eso. - manda la voz del jefe de guardias  - Es todo.-
Caen los barbijos bajo el mentón, los guantes se invierten y chasquean, una mano baja en el rostro lívido los párpados, de la Muerte.

domingo, 3 de octubre de 2010

Sensación témpica














Si yo le digo que tengo calor y usted me dice que hace diez grados a la sombra, cómo se entiende.  Se llama sensación térmica.  Bajo insospechados coeficientes se mide.  Y cómo se llamaría entonces si yo le digo que hace una eternidad que espero los resultados de mis exámenes y usted me dice que hace apenas diez minutos que el doctor me anunciara que me los daría.  Si tiene tiempo le cuento una historia.  Pero permítame primero que le exponga un poco la idea:

Hay un tiempo, uno sólo.  Sin embargo, es notable la vastedad y variedad de relojes que existen.  Los hay de todos los tipos, formas y colores, de los de sol, de los de arena, de los de agua, de los de cuerda, de los de pila, de los de pulso, de los de aguja, de los de cuarzo, de los de pie, de los colgantes, de los despertadores, de los de bolsillo, de los collares, de los pulsera, rojos, blancos, azules, rosados, negros, verdes, violetas, amarillos, marrones, los que sea.  Infinidad de combinaciones, máquinas, mecanismos, circuitos, prototipos acompasados orgullosos de su grave y augusta conducta, ejército de agujas, de números, timbres, campanas, chicharras y chasquidos.  Todos indican el tiempo.  No, no es verdad, que pretensión, que despropósito, que petulancia sería, si creyéramos que estos, enanos o gigantes, lo que fueran, pueden indicarnos el tiempo, si ni siquiera sospechan lo que es, o mejor sería decir, nosotros, los artífices de estos instrumentos no tenemos una idea acabada de lo que es el tiempo.  Medirlo, cómo podríamos.  Pruébese medir, el peso del trino de un gorrión en primavera, o la distancia entre el enojo y la desdicha.  Inútil ¿verdad?

La vida moderna, la sociedad industrializada, las autopistas, los medios de comunicación, en fin, todo este conglomerado nos ha convencido de la imprescindible utilidad de estos artefactos.  Ahora bien, conocí a un tipo, que no tenía uno pulsera, ni de bolsillo, en su casa no había despertadores, ni de pared.  Juan, así se llamaba.  El quía no tenía relojes.  Recuerdo uno de nuestros diálogos:

-¿En dónde andabas Fabián?  Hace cinco puchos que te espero.

-El bondi, negro, viste cómo es, estuve en la parada más de media hora.

Ante la cara de Juan, que a las claras me decía que no entendía un pomo, y esto no es que lo notara por ser demasiado perspicaz, dos hoyuelos arriba de las cejas y un ojo más abierto que el otro, era prueba arto suficiente de su desconcierto, me esforcé por hacerme entender.

-Mirá- le dije, y le enseñé una bolsa de papeles de caramelos -me los comí en la parada esperando.

Juancito, qué tipo lindo, claro que estaba loco, seguro, y quién no.  Usted me dirá, pero Fabián este muchacho, es decir, bueno, desconocer la hora, cómo se las arreglaba, y le diré, como podía, y quién no.  Ahora bien, nunca supe que edad tenía, yo le calculaba unos treinta y cuatro, a ojo, no más, no es que le preguntara, de hecho alguna vez lo hice y me dijo algo así como que estaba cerca del fin.

-Pero no querido, qué decís, si sos un pibe, que me queda a mi sino che.

Y entonces entendí, se había peleado con su novia o sea, en resumidas cuentas tenía un día azul.  Estaba triste que tanto.  Lo veía seguido, sobre todo el último ¿tiempo?  Son esas cosas que si tienen que pasar pasan, me digo vuelta a vuelta, y me consuelo un poquito.  Ahora, que ya no está de cuerpo presente, lo digo así porque de algún modo está conmigo, me ha dejado una herencia, sí, a mí, y yo la acepté de todo corazón, las cosas que le quedan a uno de la gente que quiere che, qué loco.  Él andará pateando las nubes con su andar ligero en la eternidad que siempre fue suya.  Son esas cosas que si tienen que pasar pasan.  El vigilante que vio el accidente me dijo que cruzó el semáforo a destiempo.  No, qué va, pero qué le podía explicar yo.  Y para qué.

¿Que cuánto hace que falleció?  Y eso, eso que importa.

Juancito, querido, hace ya una parva de ausencias que te fuiste.

sábado, 25 de septiembre de 2010

El artífice del tiempo



















Emanuel Graciani vivía desde hacía años en Los Helechos, una residencia mental en Bogotá.  Todas las tardes se apartaba a un rincón del parque donde permanecía de pié inmóvil.  Un día, Javier Belindez que estaba haciendo la residencia, le preguntó que cosa hacía allí solo durante horas a lo que Emanuel respondió: -Estoy haciendo tiempo.  –Y eso cómo se hace- cuestionó Javier.  –Ah, muy fácil, lo difícil va a ser aprender a usarlo.

Esa extraña

Estoy casi seguro de que no llovía.  Pero está sonando “Purple rain” en este café donde escribo  y lo recuerdo.  Era tarde para el sol y entrada la noche estaba oscuro, igual que ahora que es temprano.  Ahora suena “When a man love a woman” y sé que tenía que contar esta memoria.  Dormimos juntos.  Ella, una bonita mujer de unos treinta y cortos años.  Volvía del trabajo, igual que yo.  Cuando desperté me sonrió alzando los ojos sin levantar la cabeza.  Yo estaba sorprendido, como supongo que le pasa a cualquiera que se despierta y no sabe bien donde está.  No creo haberle devuelto la sonrisa.  Parado, aferrado a mi bolso, con las ropas arrugadas y los ojos lagañosos, me pasé una mano por el cabello y me encaminé hacia la salida sin voltear.  Se llamaba… no lo sé.  Nunca nos nombramos.    Cuando desperté nuestros alientos se acariciaban.  Apenas unos centímetros, rostro contra rostro.  Me expliqué apresuradamente que solo tenia que caminar para recordar, para entender como ella y yo… habría llegado cuando yo dormía, como el sueño, uno insolente claro, pero bonito.  No tuve que despertarla para levantarme.  Pero ella despertó con más conciencia que yo.  Debí poner esa cara de tonto que intento disimular frunciendo el entrecejo.  De seguro parecía más constreñido que enojado, cosa que tampoco estaba.
La escuché decirme sin hablar: ¿te gustó?, ¿viste lo que hicimos?
Yo estaba confundido me digo ahora, nunca encuentro las palabras cuando me sorprendo.  Recién ahora que ha pasado cuánto… ¿cinco años?
Ya amaneció y todavía escribo después del parpadeo que le ha quitado a la avenida ese alo de misterio, de refugio, y a este café, el tono confidente.
No he vuelto a verla aunque quizás nos hemos vuelto a cruzar, quien sabe, ya no la recuerdo, aunque todavía recuerde esa sonrisa traviesa, esos ojos brillantes, esa figura de mujer acurrucada en un bostezo.  Era una mujer bonita, de unos treinta y cortos, volvía del trabajo igual que yo.  Nos reunió el atardecer que esa misma noche nos separaba.  No tuve que despertarla para levantarme.  Ella me sonrío.  Yo no dije nada, y bajé del micro.

domingo, 19 de septiembre de 2010

Cuervo


















E
l barrio le había resultado familiar unos tres o tal vez cinco minutos atrás.  Abandonó la avenida, una cuadra después de la estación de servicio tapiada, que encontró como se suponía junto al semáforo, y encaró a la izquierda en una maniobra rápida que le valió un furioso bocinazo.  Unas cuadras más allá se topó con un cartel municipal de desvío y viró a la derecha para rodear la manzana.  Conforme avanzaba, el barrio se hacía más opaco.  Casas viejas con pequeños jardines descuidados o sin ellos, paredes partidas de sol, resecas y descascaradas construían el relieve más allá de las veredas.  Detrás de los cristales de su auto el barrio evolucionaba como las dunas en el desierto.

Tal vez, no había sido la mejor idea consultar a un nuevo mecánico pensó pero enseguida se recordó la poca fe que le merecía el de su barrio, sobre todo, después de la última reparación.  Tres días era poca cosa para que volviera a explotar como un gasolero.  Sí, había tomado la decisión correcta.  Necesitaba un buen mecánico, y quien mejor que su amigo, un fierrero como Damián, para recomendarle el indicado.

Como el taller seguía sin aparecer, y porque Damián como cartógrafo se hubiera muerto de hambre, buscó con la ventanilla a media asta algún lugareño que lo auxiliara.  Dos cuadras atrás una señora que arrastraba un changuito de feria se había negado a responderle siquiera el “buenas tardes”,  posiblemente la anciana no le había escuchado y él no quiso, ante la duda, perturbarla.  El barrio parecía desierto.  Se sintió extranjero, sin derecho a quebrantar el acuerdo tácito y unánime de la barriada, que sin duda, había consagrado aquellas horas de la tarde, para el íntimo retiro y recogimiento, sobre o debajo de las sábanas y puertas adentro, la siesta.  Cinco minutos después, cruzó a un chico que pateaba su pelota contra el frontón de un terreno baldío.  Solo obtuvo un gesto de incógnita como respuesta.  Claro que el que Damián no hubiera escrito el número ni aun el nombre de la calle, complicaba más las cosas.  Terminó arrojando la hoja de ruta hecha un bollo al asiento del acompañante.

El sol, con brío de torrente se hacia mil navajas en el parabrisas y venía a clavársele en los ojos entrecerrados.  Ni chicharras, ni pajaritos, ni perros, ni más transeúntes, nadie a la vista, nadie bajo el ardiente cielo celeste.  Cuando hubo dispuesto su regreso, temiendo acaso quedarse varado en medio de ninguna parte, acobardado por las explosiones cada vez más irregulares del motor, acalorado y con menos humor que esperanza, descubrió aquel antiguo galpón.  Claro que no podía ser el lugar que estaba buscando, pero al menos podría preguntar y asegurarse de que el camino hacia la avenida estaba a sus espaldas, después de tanto andar ya no estaba seguro. Antes de bajarse, cebador de por medio, intentó dejar el coche en marcha, pero no bien soltó el embrague el motor dio dos explosiones más y se apagó.

Un hombre mayor, gordo por entero y a medias calvo salió de entre las sombras después de que Héctor hiciera palmas.

-Entreló nomás.

-No yo en realidad quería preguntarle por...

-Lo empujamos- interrumpió el hombre mirando hacia el Renault con su enorme mano en la frente a modo de visera.

-Es que…

-¡Pascual!

Precedido por un derrumbe de hierros en algún lugar del galpón, un muchacho enfundado en su manchado overol apareció junto al hombre.

-Un segundo, estoy buscando a …- dijo Héctor confundido por la velocidad de los acontecimientos y volvió a ser interrumpido.

-¿Te animás?- dijo el hombre y el muchacho asintió mientras se limpiaba las manos en el overol.

- Es que estoy buscando a Raúl Fernández- se apresuró a decir Héctor.

-El mismo- dijo el hombre.

El muchacho abrió la puerta del conductor, examinó el interior con un movimiento dislocado del cuello y colocando una mano en el parante y otra en el volante hizo entrar al automóvil en un par de maniobras.

-La verdad es que estaba medio perdido.

-Sí- dijo el hombre con las manos ya metidas en el motor.

-Dele arranque nomás.

Ante el asombro de Héctor el motor reguló perfecto.  Lo apagó casi lamentándolo, acatando la gruesa mano que el mecánico blandía en el aire como dando un golpe de karate.

-Qué otra cosa- inquirió el hombre, rascándose la mejilla y esgrimiendo unos cortas y sucias uñas.

-No, nada- dijo Héctor quedamente.

Se produjo un breve silencio, quebrado solo por el repiquetear de una tuerca en una lata que el muchacho había sustraído a un derruido Citroën.

-Bueno entonces- dijo el mecánico y Héctor:

-¿No sabría decirme un gomero?- más por agregar algo que por obtener una respuesta.

-El mismo- dijo el mecánico.

            El galpón resultó ser más grande de lo que Héctor había supuesto.  Las paredes de regios ladrillos trepaban hasta el enchapado techo que se adivinaba detrás de unas gruesas vigas de madera.  La luz, entraba y moría un par de metros más allá del umbral del portón, después de eso, no era más que un balbuceo sostenido por tres lámparas que pendían de sus cables como lo harían los cuerpos aún calientes de los condenados en un patíbulo.  Al fondo, en lo alto de la medianera, una ventanita inalcanzable era perforada por una delgada columna de sol que trazaba su diagonal recorrido en el polvoroso aire y hería, antes de aterrizar en algún lugar no develado, los confusos perfiles de una pila de chatarra.  Bajo sus pies, el cemento suavizado por una alfombra de aceite y combustible.  Rodilla al suelo, la llave cruz giraba como una bailarina en la mano del viejo.  Descubrió cuatro agujeros, según le declaró:

-Cuando puede se consigue una rueda más polenta, esta no quiere más nada ¿sabe?, andar le va andar, eso sí.

Del muchacho solo se sabía por alguna que otra puteada entrecortada entre martillazos y caídas de herramientas que Héctor supuso provenientes de la fosa que se abría bajo el Citroën.

-¿Cuánto me va a salir todo señor?- dijo Héctor tanteando la billetera en el bolsillo interno del saco.  La verdad era que le preocupaba tener suficiente dinero.  Había pensado que tendría que dejar el automóvil.
-¿Usted fuma?- inquirió el viejo sin levantar la mirada del neumático que estaba puliendo.

–Sí.

-¿Eh?- dijo el gomero mientras detenía el torno.

-Si, Marlboro, -aclaró Héctor extendiéndole el atado- ¿gusta?

El gomero se incorporó, tomó un cigarrillo y sacó del bolsillo de su camisa manga corta una cajita de fósforos, retiró un fósforo, lo posó de cabeza sobre la zona de raspado.  Héctor estuvo a punto de gritarle que se detuviera, la chispa haría volar todo el lugar, bien lo anunciaba el combustible que flotaba en el aire como una medusa gigante y se dejaba sentir en el paladar con su aspereza aterciopelada.  El fósforo se arrastró por la cajita ladeada y Héctor pensó en el alambre de seguridad desprendido de una granada.  Entrecerró los ojos.

-Y dígame- dijo el viejo exhalando el humo y las palabras- ¿Qué hace usted con este coche?

Héctor apenas repuesto, trataba de recordar cuánto dinero había en su billetera sin llegar a una conclusión.  ¿Había pagado en efectivo o usado la tarjeta en el supermercado? 

<-Dame las llaves, manejo yo había dicho Clarisa, no, la verdura la compro en el mercadito, ¿qué hacemos chuchi, llevamos el secador de pelo o vas a arreglar el rojo?

-Efectivo o tarjeta- tuvo que decir la cajera.

-Tarjeta- había dicho Héctor, ¿o efectivo?

-¿Cómo dice?- respondió eludiendo una pila de neumáticos y acercándose al viejo que se había arrimado hasta un calentador al otro lado de la estancia.

-El auto- apalabró retirando una sibilante pava del mechero- es viejo y pese a que se ve que lo cuida anda como pidiendo el banco, ¿me entiende?

Y si pagó en efectivo, ¿a cuánto había ascendido la suma, cuánto dinero quedaría en ese caso en su bolsillo?  La expresión de Héctor se había trocado por la de otro, un niño, Hectitor, con los ojos bien abiertos y la comisura de los labios hacia abajo.

 <-Cinco por cinco Hectitor, guarde esos dedos- le decía su papá y el mudo, revolviendo en su mente infantil, rebuscando entre tantos números, en un laberinto colosal, cruzado de signos matemáticos, rayitas de igual, cruces de mas, barandas de menos y nada, y todo y mudo.>

-Vea- resolvió el viejo, y jalando una tela descubrió un Corvette reluciente.  -¿Qué le parece?

Héctor contemplaba las líneas curvas que habían emergido como una ola de aire fresco.  La sorpresiva aparición lo dejó boquiabierto por un rato.  El viejo pareció comprender y tampoco dijo nada.  El Corvette descansaba agazapado y silente.

-Hace un par de años que lo tengo.  Apenas si lo he usado para dar unas vueltas.  De tanto en tanto lo enciendo.  ¡Eso!- dijo asaltado por la idea y mientras se subía trabajosamente al auto anunció entusiasmado:

-Cuche esto.

El arranque prorrumpió en la estancia como un tropel de caballos salvajes que ha transpuesto el cautiverio de su potrero.  Dio un par de aceleradas y el motor furioso martilló el pecho de Héctor con fuerza de estampida.  Después ronroneo suavemente y por último enmudeció.  El chasquido de la llave salida del contacto reverberaba en el aire.

-Este es el coche pa uste, sé, no me mire así hombre, es como le digo, yo no le doy uso ¿entiende?, ¿qué va a hacer un viejo como yo con esta hermosura?

-Es hermoso, una belleza, pero yo no tendría como pagarlo.

-¡Bah! pagar, pagar, uste lo que hace es darme el Doce y tanto como… como la mitad de lo que vale su Renó, es qué, modelo ochenta, ¿digo bien?

-Sí- dijo Héctor que se había quedado hipnotizado y hablaba mirando hacia el Corvette.

-Igual que este, va, es ochenta y dos pero ¿quién le va a contar las rayas a un tigre, no?

-Es mucho menos que justo- dijo salido de su ensueño por una mosca que había ido a posársele en una ceja y ahuyentándola:

-De todas formas no podría pagarlo, tengo…tengo muchos compromisos- articuló meneando la cabeza y lamentando su suerte, tanto más de lo que demostraba.

-Será otra vez entonce- disculpó el viejo mientras volvía a cubrir el auto.

<-Otra vez será campeón- murmuró la cascada voz del supervisor y Héctor volvía a su lugar de trabajo treinta días después del entrenamiento y selección para el nuevo jefe de sección.
-Será otra vez pibe- resonó la vos del entrenador y Héctor salía renqueando de la pista de atletismo dos minutos después de empezar la carrera que nunca terminó.>
Un “mala suerte” o un “perdiste” hubiera preferido escuchar.  Mas descarnado, tal vez, pero menos cruel.

-Será otra vez entonce- disculpó el viejo mientras volvía a cubrir el auto.

-Si…mala suerte- suspiró Héctor como un chico detrás de la vidriera de una juguetería que están cerrando- y ¿cómo cuanto le voy debiendo señor?- insistió a las espaldas del gomero.  El viejo se acercó a la pava y mientras se cebaba un mate contestó:

-No, que va, si todavía no termino, ta secando el pegamento- aleccionó.  -Mire, no le voy a cobrar un ojo de la cara- dijo repentinamente elevando el tono de voz y con el ceño fruncido agregó - y eso porque ya tengo dos.  ¿Noes verdá Pascual?  El muchacho, aparecido por detrás de Héctor, gorgojeó cabizbajo:

-Ver da.

-Y ¿qué me dice del tutú, nocierto que andaría mejor con usté?- se repetía el viejo inquieto mientras sorbía el mate.

Héctor ensayó las manos con las palmas hacia el techo sin haber encontrado en la lengua materna una declaración más precisa.  Al fin dijo – ¿Qué es eso de que andaría mejor conmigo?

Respondía el joven con pasos teatrales simulando alisarse una solapa ausente, y moviéndose con pasos orondos.  En medio de la grotesca imitación tropezó y fue a darse de cabeza contra el rostro de Héctor.  Este retrocedió unos pasos por el impacto sin llegar a caerse.  Se tomó la nuca algo mareado, se enderezó y repuso:

-Esto muchacho- decía mientras se señalaba el saco- es ropa de trabajo igual que la suya-
La desconcertada cara del joven esgrimía unos enormes ojos negros enclavados en la cabeza semi gacha metida entre los hombros con el rostro casi hundido en el overol.

-¡Pascual!- bramó el viejo y amagó un golpe con una llave francesa –bicho endiablado, ¿¡qué te dije, qué te dije de estas cosas!?

El muchacho, alicaído, dando media vuelta se retiró de inmediato.

Fue un accidente, no es nada, iba a decir Héctor, pero se abstuvo al ver el perfil del viejo que había mudado de la cólera a la amargura.

-Cuesta creer como tan joven es tan mañero- rezongó mientras se secaba el sudor del cuello con un pequeño pañuelo y continuó diciendo perdida la mirada en un lejano rincón del techo, donde Héctor, creyó distinguir unas ramas.

-El oficio lo aprendió rápido, eso sí.

-Se lo ve un tanto retraído- confesó Héctor en voz baja mientras se masajeaba la cien.

-¡Ah! gritó el viejo recayendo en el rostro de su cliente –pero fíjese un poco lo que le hizo este demonio de …-

-No es nada hombre, un golpecito nada más, cosa de muchachos, crecen más rápido de lo que coordinan.

-Tendría que haberlo visto de más gurí -decía el viejo mirando al tiempo invisible- arisco como él solo, apareció un día de tormenta, todo mojado y con una pata rota, se curó solo nomás porque no quería que me le acercara el muy desconfiado,  nos hicimos amigos con el tiempo y ya se me aquerenció- dijo tomando asiento en un banquillo y ofreciéndole otro.

-¿Uste tiene hijos?- inquirió absorto en la tarea de escarbar con la bombilla en el mate.

-No todavía dijo Héctor y tomó asiento frente al viejo.

-Permítame un consejo- creyó entender Héctor decir al viejo que hablaba mientras tosía ofuscado -No los malcríe demasiado o le pueden traer muchos disgustos, y después pa corregirlo…hay Dio, si hasta lo quise meter a la jaula una vuelta.

-¿Tuvo problemas con la policía el muchacho? preguntó Héctor que creyó estar oyendo las incansables quejas de un anciano.

-El gato, se agarró con el gato del vecino la última vez y…y ahora...no hombre- amonestó paternalmente- No es escarbe ques pior, hágame caso- y le extendió el pañuelo –Póngaselo ahí y aprete un poco.

-Se me debe haber metido una basurita- musitó Héctor.

-Sí, suele pasar- remedió el gomero desviando la mirada.

            El viejo rearmó la rueda y la colocó.  De no ser por las protestas de un ovejero que conversaba a las moscas en el umbral del portón ya no se hablaba nada.  Aunque el sol venía en picada el galpón seguía sofocante y hediondo.  Héctor había optado por dejar el saco en el asiento trasero del auto y se había aflojado la corbata.  Tenía, el rastro de tres rasguños cruzados en la frente y una punzante jaqueca.  Caía rojo el atardecer en la ensortijada estancia y al desorden reinante se habían sumando lánguidas y filosas sombras.

            El costo por todo el trabajo fue más económico de lo que Héctor imaginara.  Un par de billetes, los únicos de su flaca cartera, saldaron la deuda, bajo una queda y amable negativa del mecánico a cotizar su labor, que terminaría por quebrarse ante la insistencia de Héctor.  Echó una última mirada a la estancia que lo había guardado durante toda esa tarde, se despidió con un apretón de manos del gomero y con un adiós al viento, del invisible muchacho, llevándose con él un sentimiento inconfeso de pérdida y nostalgia.  Las concisas directivas del viejo le permitieron desandar el camino.  Al final, la barriada lo devolvió a la avenida con la media luz que prestaba la noche.

Una semana después, en una galería de comidas, se encontró con su amigo durante el receso del medio día y pronto se  trabaron en discusión.  Damián insistía en que Raúl Fernández, el mecánico, era un hombre de unos treinta y pico años, delgado como un espárrago y como si eso fuera poco, de tupido pelo rojizo enrulado.  La plática tuvo que ser interrumpida para más tarde, la hora del almuerzo tocaba a su fin.  A la salida, y esto terminaría por hacer enojar a Héctor, Damián lo bombardeó en el estacionamiento, que cuándo había cambiado el auto, que ya era hora, que el color púrpura era de su gusto y que cómo era posible que no le hubiera dicho antes.

-Bueno, ya basta, dejate de hinchar con el chiste y subí que te llevo hasta la estación- acabó diciendo enérgicamente Héctor.

Damián lo miraba con recelo pero terminó por hacerle caso.  Fue Héctor quien intentó algún comentario sobre el ajetreado día de trabajo y tan luego, ante la mudes de su amigo, algunas palabras sobre el estado del tiempo que tampoco obtuvieron ni un sí ni un no.  Damián se bajó del auto, saludo mecánicamente con la mano por detrás de la ventanilla jaspeada por el chaparrón y desapareció al trote cortito con el maletín en la cabeza entre toldos y paraguas.  Héctor pisó pensativo el acelerador y sintió como se hundía su cuerpo en el suave abrazo del paño del asiento.  Encendió el stereo y el cd relató su historia inundando la cabina con un tejido arrullador de violines.  Bajó rápidamente en su casa, por esa fobia inexplicable que tiene el hombre ha ser alcanzado por el repiqueteo del agua en su caída del cielo.  Activó la alarma ya en el resguardo del porche.  Entró, besó a su mujer, se cambio de ropas, se quitó las gafas, se colocó el parche en el cuenco vacío y se sentó a la mesa, donde la comida, ya estaba servida.

La Boca















No recuerdo cuando fue la primera vez que tuve que ir al dentista. Creo que no era tan chico. Esto no significa como luego comprenderán que tengo lo que se dice una dentadura fuerte. Lo que sucede es que entre la aparición de la carie y los primeros signos de dolor que registra mi cuerpo puede pasar mucho tiempo, inclusive años. Supongo que las terminaciones nerviosas que acuden a mis dientes están bien lejos de la superficie. El caso es que es mucho más probable que descubra en el espejo del lavabo el deterioro de una pieza dentaria, a que la sienta dolerme y la descubra por ello. Como cuando se corta una uña, no se siente dolor sino hasta que la hendidura llega a la carne que recubre el hueso de la primera falange. Lo mismo me ocurre con las fisuras en los dientes. No sito porque tampoco recuerdo mi primera extracción. En cambio sí me ha quedado gravada una especialmente sanguinaria. Me la practicó una odontóloga recomendada quien sabe por quien a mamá. Yo vivía con mi pareja de entonces en capital y tuve que viajar una hora en colectivo para allegarme al consultorio de la susodicha doctora en algún recóndito lugar del gran Bs. As., por donde nunca antes había pasado. Algún tiempo después me enteré de que la doctora Viviana supo padecer de parálisis en la mano diestra lo que explicaba enteramente su falta de fuerza en el momento de remover mi muela.
Mi boca es como aquel empetrolado recodo del río donde la costas están sembradas de viejos cascos ladeados que se hunden en el fango con la nostalgia de sus años mozos, de sus quillas relustrosas, de sus silbatos a todo pulmón y sus máquinas en marcha. Así mi boca es ausencia y mal oleaje de tabaco, oleaje de una lengua ennegrecida en el café que recorre pesadamente los espacios entre los moribundos navieros que aun no han zarpado de sus muelles.
Papá nos llevaba dos por tres a toda la familia a recorre y patear un rato las costas de aquella La Boca donde vivieron sus abuelos europeos. Era un hermosos museo de fantasmas de hierro ceñidos por magníficas cadenas, con eslabones grandes como mis piernas, sujetos a tierra previniendo se echaran a andar para aplastar cuanto se les pusiera delante. Había barquitos oxidados como abuelos en sus descompuestas mecedoras y otros, enormes edificios marinos como fábricas abandonadas a la herrumbre y el silencio. Anclas como crustáceos desmesurados que la marea ha arrojado fuera del agua. Cristales rotos en las redondas ventanas y largos yuyos entre las piedras como las uñas de los muertos. Qué aventura recorrer aquellos lugares. Qué ganas de abordar y buscar el timón y correr escaleras abajo, a la sala de máquinas y gritar a los mecánicos ausentes que dejen de holgazanear y arreglen lo que arreglan y a zarpar. Pero no se podía abordar, había una prohibición en los carteles enclavados, pero antes que estos estaba papá que por supuesto no lo aprobaba. Y mamá que cuidado con correr, que no tan cera.
Me pregunto qué significaba para papá aquel lugar. Era o había sido el refugio de sus abuelos venidos del viejo continente, pero creo que acaso él no los había conocido. Por otra parte papá trabajó en Administración de Puertos cuando aun era estudiante universitario. En su casa había una foto que hoy me gustaría tanto tener donde podía vérselo construyendo un modelo a escala de una grúa portuaria. ¿Serían aquellos recuerdos los que papá palpaba recorriendo La Boca? Siempre le gustaron las grandes máquinas, no por nada era ingeniero. ¿Pero los barcos? ¿Eran máquinas para él? ¿Qué significaba aquel cementerio de navíos pudriéndose sin remedio en las turbias aguas del río más contaminado del mundo? Con los años papá fue dejando esa costumbre de visitar La Boca.
El viejo tiene una dentadura extraordinaria, a sus sesenta años solo le han arreglado un diente. Se seccionó el nervio en un accidente inusitado en el que un destornillador con el que estaba forcejeando se le zafó y fue a darle un golpe certero por arriba del labio. Mamá en cambio, tiene el tipo de complicaciones que yo le he heredado. Por mi parte he visitado más dentistas que psicoanalistas, y eso es decir. Al menos los odontólogos me han arrancado a su tiempo uno y otro dolor. Otra que ha tenido padecimientos bucales es la abuela, está bien, yo ya la conocí vieja, pero créanme que si reunimos todos los dientes de las diferentes dentaduras que le han hecho tendríamos más piezas que una docena de tiburones.
La Boca pabellón de moribundos navieros. La Boca pasión de multitudes futboleras. Caminito multicolor, calidoscopio de artistas y turistas. La Boca, chapa y conventillo. La boca inundación y veredas pedestal. La boca por donde digo, la boca por donde callo. Despoblado rincón donde apalabro la ausencia, la boca.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

La casa está callada

La casa está callada. El solemne jardín, una vieja foto quemada. Adentro el living mastica el silencio entre buches de humedad. La caspa del techo salpicando el leproso piso de pinotea. Ahora que he abierto las cortinas recalo en el ropero. La puerta a medio abrir. Aquí estaban. Mamá, papá, y los dos pequeños. Colgados de los ganchos. La epidemia los ha consumido hace mucho. Millares de polillas que inundaron el sol y arrasaron la tierra. En las venas de la lana se ven todavía sus dientes. Y luego las polillas, los millares de polillas, cuando ya nada había por comer, se vieron a si mismas… se despellejaron, se hincaron sobre cuerpos propios y ajenos, trémulas, vibrantes, fueron su hambre, su sed, su cáncer, su lepra, su mordida.
Me voy por donde he venido, pisando esta alfombra descalza, este osario de alas, de minúsculos fetos ovillados, de crispantes cadáveres grisáceos.

lunes, 6 de septiembre de 2010

El ciclo de las alas

A veces, a orillas del sueño, con una creciente incertidumbre y la linterna casi sin aceite, escucho venir los pichones del infierno. ¡Ah, que malditas criaturas! Tengo el oído atado a sus maniobras aéreas, y al vibrar del tímpano se me eriza la piel y una comezón me muerde de agujas invisibles el cuello, las piernas, la espalda, la panza. Parece que el espanto no puede esperarme y un puñado de heraldos viene a escoltarme. Sé que es inútil, pero mato a uno y otro monstruo volador en sus descansos. Vienen más y así seguimos, hasta que una brecha suficiente de tiempo me permite adormilarme y ya no oírlos.

Soy en el sueño, tal vez otra polilla. Eso explicaría por qué amanezco sin colcha ni sábanas, y el sabor a diente molido en la boca pastosa, tal vez polvo de libros, o el dolor crepuscular en los omóplatos, de un aleteo incontrolable, o la jaqueca palpitante, vestigio de mil golpes en la noche de mi vuelo. Sí, tal vez sea una polilla cuando duermo.

Si aparezco en tu cuarto, cabeceando los perfiles inconclusos de las cosas, debes matarme. Quizás entonces, duerma tranquilo.

Una receta












Es como cuando una va al médico por un chequeo de rutina y él efectivamente te confirma que estas enferma, aunque vos no lo creías e inclusive él sabe como se llama lo que tenés y entonces vos volvés para tu casa con una receta ininteligible y la birome del doctor que te llevaste sin darte cuenta, por esa costumbre que tenés de agarrar algo cuando estás nerviosa, es que no pensaste que te iba a revisar tan a fondo y vos que no te habías depilado o no tanto y bueno y llegás a la farmacia pero resulta que no tienen ese medicamento y entonces te tenés que ir a otra a conseguirlo, y cuando llegás ya es tarde está cerrada y la que está de turno queda en una calle que no conocés y a quién mierda le vas a preguntar y entonces mientras pensás que hacer te vas caminando para la esquina, revolviendo la cartera te deshaces de unas publicidades y demás papeluchos y te reencontrás con lo que queda del aquel labial que pensaste que habías perdido pero la receta ahora no aparece y te das cuenta cuando estás por poner un pie en la bocacalle que dejaste el coche para el otro lado y te pegás media vuelta y por allá ves que se te acerca un tipo con capucha y las manos en los bolsillos del buzo y sin pensarlo dos veces te cruzás de vereda pero justo viene un colectivo y el bocinazo que te pega despierta precisamente más la atención del tipo que para vos ya te venía relojeando de media cuadra atrás y el coso este está agachado, se está atando los zapatos que le adivinas sin cordones y desde su altura levanta la cabeza para ubicarte y no va que claro se cruza a tu nueva vereda y vos que buscás desesperada, pero tratando de poner cara de nada, algún negocio abierto donde meterte, pero ya cerraron todos y el tipo está más cerca de tu coche que vos y pasa un patrullero, cosa que no esperabas porque nunca están cuando se los necesita, el policía va charlando con su compañero y antes de que alcances más que a hacerle un gesto con la mano ya se fueron calle arriba. Entonces pensás que estás jugada, al tipo lo tenés a unas dos veredas y la mano derecha la está revolviendo dentro del bolsillo, sabés que está tanteando el arma. Sentís que te quemás viva, los colores de tu cara deben reflejar el miedo que en este momento apenas te permite seguir avanzando y te das cuenta que eso no te va a ayudar a imponerte al maleante. Diez metros y lo tenés encima. La puta avenida está más vacía que nunca y si pasa algún coche lo hace a toda prisa. El tipo te está mirando con persistencia. Vos te haces la boluda ladeando la cara pero es peor porque el mal viviente es como si te buscara los ojos. Lo tenés a cinco metros y le ves el codo elevándose para desenfundar la mano del bolsillo y ves horrorizada ir saliendo la mano que empuña y vos que sacas fuerza de la adrenalina y das la zancada que falta de un salto y con la birome desenvainada le das una estocada en el cuello. El asesino te mira como si quisiera devorarte con los ojos que se le saltan de las órbitas. Pensaba que te iba a someter, claro, una mujer joven, menuda y sola, como no te iba a hacer lo que quisiera. Se bambolea apretándose con ambas manos el agujero debajo de la oreja y lo ves caer contra el paredón y resbalar con la espalda hasta quedar sentado en la acera con la cabeza ladeada, una chorrera de sangre que sale cada vez con menos fuerza le moja el buzo e inunda el piso en un charco. Y lo ves, en el medio del charco, un papel estrujado que te apresuras a rescatar de la humedad con la punta de los dedos. Lo abrís, lo estás mirando, es una letra desastrosa, una receta.

sábado, 21 de agosto de 2010

Recuerdos

Es curioso como recuerdo mi vida. Si tuviera que explicarlo creo que comenzaría diciendo que son imágenes. Algo así como fotos. Pero distinto. Es decir, no veo todo el cuadro, como si hiciera foco en algo de la escena, en torno a lo cual podría reconstruir otros detalles pero no lo hago, no interesan. A veces ni siquiera recuerdo algo físico sino una situación, por lo general inusual, que no tiene en si un ancla en un objeto sino en una acción, aunque es una acción peculiar, no tiene movimiento, son series cuando mucho, congeladas. Si recuerdo una melodía supongo que podría argumentar que lo que viene a mi mente son fracciones sucesivas de vibrantes sonidos encadenados, que se reclaman unos a otros en un orden, que se desatan unos a otros conforme aparecen en mi mente. Esto vale también para situaciones, como cuando alguien me dice, te acordás de tal cosa, cómo no, ese día que pasó tal y tal cosa, pero esperá, resulta que vino fulano y abrió la puerta del garaje y vos estabas parado cerca de la ventana, y tenías el martillo en la mano y … ah, que me golpeé el dedo ¿no?, exacto, sí ya me acuerdo. Situaciones encadenadas. En veces el recuerdo está sujeto a un sentimiento del momento, a una sensación que tuve. Quizás a eso se deba cuando me ocurre un dejavú, quiero decir que lo que se repite no es en sí un acontecimiento exacto, sino que la sensación emocional resurgida equipara dos situaciones al colmo.
Algo extraño son los recuerdos del futuro, a esto entiendo, le llaman premoniciones. Las vislumbro como proyecciones inconscientes. Luego si en ese entonces estaba yo escribiendo y las tomé, quedan grabadas. Son en todo caso, excepcionales estos acontecimientos. Supongo que tal vez no tanto, pero sí el hecho de grabarlos accidentalmente y luego descubrirlos como lo que son, recuerdos del futuro. Creo que en gran medida, el recordar cosas que en nuestra concepción del tiempo aún no han ocurrido me da un poco de miedo. Esto no lo digo como una confidencia sino para intentar una explicación. Si recuerdo lo que todavía no pasó, ¿significa que hago que suceda?, podría llegar a ser cierto en alguna medida, pero otras veces, no se me ocurre como. Por ejemplo el otro día escribía yo un cuento en el que el personaje utilizaba una máquina de calcular, soy cajero, es el oficio que da de comer a mi familia, así que esto no es tan ocurrente, entonces contaba que ese cajero de mi cuento utilizaba una máquina de calcular, para hacerlo saber dije: “Crujen las mil alfileres crispándose sobre el papel en la máquina de calcular” No me cuestioné demasiado esta expresión cuando la escribí, acaso me pregunté un par de veces por qué escribía alfileres crispándose sobre la hoja, cuando mi experiencia de trabajo me hacía saber que el ruido que produce la ejecución de estas máquinas no semeja a una sucesión de pinchazos sino tal vez al disparo de una vieja cámara fotográfica. Al día siguiente, habiendo cambiado de puesto y por consiguiente de máquina, descubrí entre sorprendido y algo espantado, el sonido de mi nueva calculadora, una catártica catarata de perforaciones, que bien cuadraba con la descripción de las alfileres perforantes. Recuerdos del futuro.
Escribía en verso hace algún tiempo: “…pues cuando llegue la muerte / como el río que se invierte / nos iremos al pasado” Morir es quedar presente solo en el recuerdo de los que nos conocieron, quedar presente, siendo pasado, parece una contradicción, ¿no es cierto? ¿Y si solo existe el pasado? La declaración: “Mañana fui al medico” parece un error semántico o lógico si se quiere, pero la conjugación está basada en normas que se apoyan en la clásica concepción pasado, presente, futuro. Si solo existe el pasado, la contradicción desaparece y así las cosas “Mañana fui al médico” es una expresión correcta dentro de estas nuevas normas. Usted dirá: pero es que mañana todavía no llegó, a lo que yo le respondo ¿y usted como sabe?, porque no lo recuerdo, entonces ¿toda cosa que no recuerde no existió?, es decir como no recuerda el día de mañana ¿eso significa que todavía no existe mañana?, claro todavía no existe, ¿y si lo recordara? ¿qué diría entonces?, que visitaría al médico hoy mismo, pero hay un problema, ¿cuál?, que ya lo ha hecho, ¿cuándo ocurrió eso?, mañana.

Las sonrisas

Crujen las mil alfileres crispándose sobre el papel en la máquina de calcular. El hombrecillo polvoroso se afana tras el teclado. La vista clavada en los números, la mano epiléptica espasmo tras espasmo. Se sacude la tiza grizada en un estremecimiento inconsciente de los hombros. La polvareda anda y desanda los caminos de luz que arroja el monitor y vuelta a posarse en los hombros. Se hincan las alfileres sobre los ojos, que se cierran con fuerza y con fuerza se abren. Hay la parva de papeles que su oficio acumuló durante el día vomitada sobre las bandejas, amenazando desparramarse. Hay las manos que se estrujan sin sentido. Hay el polvo somnoliento que urde en las narices. Y cuando el cansancio y la preocupación están a punto de quebrar la ocupación siempre están ellos. Ellas, él. En casa. Junto a la cuna. Acariciando su cabeza apenas nacida. Durmiendo la inocencia. Y los ojos maternales despiertos cargados sobre las ojeras que van de la cuna al esposo. Y el cabeceo de ella para indicarle que se siente a la mesa servida. El hombrecillo vuelve a su tarea, no va a ganarle esa chusma de símbolos, esa incansable abominación de números, esa revuelta de acertijos y sin sentidos. Vuelve a la carga y vence la masa sublevada e incongruente con la satisfacción más antigua del mundo, la más antigua del hombre. La familia está a salvo.

miércoles, 18 de agosto de 2010

Con luz y sin ella

Cuando por accidente o incidente nos vemos desprovistos de alguno de los sentidos, el cuerpo se las arregla para suplir la falencia aumentando la sensibilidad de los otros órganos sensoriales. Es notable como un invidente percibe el mundo a través de la audición o el tacto, notable porque para el resto de nosotros esos datos, recogidos y decodificados ,  son difíciles de imaginar siquiera sin la mediación de la vista, sin embargo vemos como estas personas pueden, con ciertos ajustes en su vida cotidiana, arreglárselas para desenvolverse en el mundo. Confiamos mayormente en la percepción de nuestros sentidos siempre y cuando estos no contravengan la racionalidad de la que nos jactamos como especie. Es decir, si sentimos olor a quemado nos pondremos de inmediato a buscar cual es el foco del incendio, y si después de una exhaustiva búsqueda no descubrimos fuego o siquiera algo que se haya quemado nos decimos que alguien ha estado fumando o que es simplemente esta ciudad, que terminará por asfixiarnos entre escapes y bocinas, y cerramos de un manotazo la ventana. A veces, nos parece ver algo o a alguien con el rabillo del ojo, cuando comprobamos que estamos solo, nos explicamos que lo que sucedió fue que una sombra se descolgó por la ventana o que la vista cansada de tano monitor televisor está pidiendo descanso o en el más extremo de los casos, que un espíritu o un ángel se dejó ver por descuido o advertencia. Por lo general el mundo como lo conocemos es la traducción de nuestros sentidos, la interpretación  de la información recopilada mediante tacto, olfato, vista u oído de cuanto nos rodea. Una sobreabundancia de datos puede hacer colapsar nuestro centro nervioso de la misma forma que una pc hogareña se cuelga. De esta manera optamos por apagar la radio si esta encendido el reproductor de cd o miramos un programa por vez y no dos a un mismo tiempo, aunque padezcamos de zapping. Más temprano que tarde, nuestros sentidos se osifican a la rutina y solo perciben, en función del ámbito en que estemos, lo que se supone debemos percibir allí. Esta automatización nos hace arribar a conclusiones equivocadas cuando el patrón de los supuestos se altera y nosotros olímpicamente acomodamos la diferencia de forma que cuadre en nuestra tabla. Estamos entonces transformando a conveniencia los datos recogidos y acomodándolos al mundo posible. Cuando nos vemos privados de algún sentido y más cuando esta privación se prolonga algún tiempo, resignificamos nuestra experiencia, por lo general alarmante, en una transposición apresurada y negligente. Pero, entonces y por ejemplo: ¿Qué es lo que vemos cuando no vemos con los ojos?


Tengo dos llaves de casa, una conmigo siempre y la otra escondida en la tortuga que alumbra el porche. Así que nada, no me molesta, afuera hoy no me quedo, mañana hago otro juego y santas pascuas. Parece mentira che, nada por aquí, nada por allá, no hay caso.

- Si señor… trabajando señor ya lo ve, es que quiero poner los papeles de Rawson al día señor… hasta el lunes… por supuesto, a primera hora como siempre.

Qué hará el señor hasta el lunes, no lo imagino en su casa, que la tiene, y familia, mujer y dos hijos chicos, pero no, no lo veo en pantalón corto jugando con el perro y los pibes o dándole un beso a su señora, claro, los muchachos de la oficina comentan que la mujer es preciosa, yo nunca la vi, pero no, para mi el señor desaparece por las noches en el ascensor del vigésimo séptimo piso y de alguna forma reaparece allí a eso de las diez u once de la mañana, nunca se sabe. De las llaves ni noticia, dónde las puse, bue, a ver, café, sí, sí, esta mancha en la alfombra es de hoy, ayer la alfombra del pasillo estaba limpia, claro, porque no había café, está quemado, y bue, un poco más de azúcar. Que lindo esta así todo callado, hay que ver como cambia el paisaje sin tanto alboroto, sin cuchicheo de papeles, sin chasquidos de teclados, sin carreritas de tacos, de “tacos” que piernas mi Dios, es una trepadora, pero que cuerpo, tiene con que trepar, además tonta no es, si hasta me da un poco de miedo, que salame, pero la va de te ayudo sin interés y no, siempre hay algo, con el señor, con él es más formal, y quien no, no es cuestión de que se sospechen privilegios, que serían ganados, bien podría imaginarse en que ley, por eso mismo, que café de mierda, un poquito, a ver, ¿llovizna afuera?, lo dicho, debe hacer un tornillo bárbaro, y acá esta lindo, a ver Domínguez, présteme su sillón hombre, que lo tiró que cómodo es che, y la oficina de punta en blanco, faltaría más, y se hace el que labura el muy hijo de mayo, y pensar que al principio yo me lo creí también, hasta que me apioló Ramírez:

- Ese es de puro dedo.
- ¿Qué?
- Que esta puesto, lo puso Marcial, después de que Piernas se desmayara aquel día, ¿te acordás?, otra más, el exceso de trabajo, el estrés, dejame de joder, que corre de un lado para el otro es verdad, pero tenés que ver que hace la mina, relaciones públicas, favorcitos a los de arriba ni bien se le presenta la oportunidad, semana de la dulzura te digo, una golosina por un beso, y qué golosina si es una…
- ¿Tanto así es?
- Empezó de azafata en pago a jubilados.
- Ah yo pensé que era secretaria.
- Escalón por escalón se sube la escalera Juancito, a la otra minita que laburaba con ella cuando terminó la pasantía la portaron vía, pero ella quedó, fue auxiliar de Gómez.
- ¿Quién?
- Gómez, de clearing, el pelado petizo, el de los dedos de chancho.
- ¡Ah! don Javier Gómez, buen tipo ese ¿no?
- Sí, sí, con el estuvo hasta hace tres meses cuando vino para acá, y ahí la tenés, secretaria del gerente de la sucursal 52, y en todo esto habrán pasado cuánto, siete meses, no más, no si la nena anda rápido y apunta bien y lo traen a Domínguez para que atienda la parte legal y además que la ayude a la pobre con la excesiva tarea de secretaria, ah, no te olvides de Lolita, que es el caballito de batalla, la viejita todo el día dale que dale, y siempre con esa cara de resignación dispuesta, esa es la que salva las papas siempre, la vieja es una máquina, se enchufa a las ocho y se desconecta a las seis, vos la ves y parece que está en cámara lenta pero te digo que de su escritorio salen papeles que deben talar un árbol por día para abastecerla, ahora… no sé nada de ella, está acá desde que vine y no sé, como es tan callada la vieja, es solterona creo.

Los zapatos me aprietan las medias me dan calor, que lindo, ¿no le molesta si apoyo los pies en el escritorio Domínguez? me imagino que no. Apa, el último cigarrillo, igual me compro de pasada, pero que frío debe hacer afuera. Domínguez, Domínguez, así que puesto el tipo, este Ramírez no quiere a nadie, pero debe ser, debe ser. Ya las once, que lo tiró, ¿le molesta si prendo su radito Domínguez? Uia, ¿y esta cartera? Domínguez, esto si que es noticia, hombre grande, qué es esto: preservativo, peine, espejito, lápiz labial??? , documentos, ah sos vos Piernas, Zulma Luciana Zaiec, a ver, tenés...treinta, treinta y siete, bien llevados seguro, no sos ninguna nena, Zulma Luciana, Luciana, esa es nueva, Luciana, no sabía. Bueno Luciana, te dejo, el saco en mi oficina, monedas tengo, hasta la planta baja, Sarmiento no está, por ahí ha de andar, que vida la de portero, a la pelotita que ventolina, me congelo, el kiosquito inmortal, la única vela en este entierro, pero dejé la cartera abierta que chambón, vuelta, hasta el veintisiete, cajón espejado, que caripela tenés Juancito, pero no tengo sueño, ya me desvelé. Ay que fiaca, eso si.

- La puta madre, si seré boluda, dónde estás mi amor, dónde estás. Juán, usted por aquí, me ha dado un susto terrible caballero.
- Es que las llaves, no sé donde las dejé y…
Que tipo boludo si de solo verlo se lo figura cualquiera, es un pobre diablo, tan sumiso y cordial él. -Fíjese que yo me he olvidado la cartera.
Buscala por ahí Luciana lo que no parece que vayas ha encontrar es la dignidad como te sigas vistiendo así
- Qué casualidad hoy es día de olvidos, es que estamos cansados, viernes a la noche después de todo el trajín de la semana Zulma que le vamos a hacer.
- Ah, aquí está mi bolso, lo que pasa es que no doy a basto con tanto trabajo.
- Sí la he visto correr de un lado para el otro Zulma– favorcitos.
- ¿Usted encontró sus llaves?
- Son estas las tenía encima que torpeza la mía
Y con esa cara nadie esperaba otra cosa querido - Pero que bien, seré curiosa ¿va usted por casualidad para la estación?
- Bueno a decir verdad es decir yo normalmente no pero hoy fíjese que…
Es vueltero además de lento que tipo pesado Dios mío.
- …tengo que rumbear para esos lares porque,…
Vas o no vas, a ver si te decidís de una buena vez
- …en fin sí.
- Bien entonces podríamos compartir un taxi, ¿le parece?
¡Ah! por ahí venía la cosa, esta señorita sabrá cuánto gano, que digo seguro que sabe, lo que pasa es que le importa un comino.
- Ah usted lo decía por eso - uh y ahora cómo zafo.
- Sí por supuesto, pero si no quiere no importa no hay problema.
- No no nada de eso no hay ningún problema - que dije, ¿soy estúpido yo?
- Bien entonces ¿bajamos?... ¡¿Juán?! está usted bien ¿qué pasó?
- No se preocupe Zulma de seguro vuelve enseguida quédese donde está - mierda que esta oscuro, ¿qué habrá pasado, será general? - aquí estoy, ¡ups! perdone.
- No es nada Juán.
- Es que no la vi.
- Por favor… - Con las veces que me han tocan el culo en el tren me voy a espantar por esto por Dios - …ni lo mencione.
- Tómeme del hombro que yo la guío, vamos a acercarnos a la ventana para aprovechar la luz de luna.
- Buena idea - La puta madre se me va a hacer tarde ya la estoy viendo a la chirusita esa echándome en cara la hora para rascar unos pesos más, gajes del oficio querida si cuidas nenes sabés cómo son las cosas, a mi no me vas a venir con historias.
- Cuidado con la máquina de café Zulma - Quién me iba a decir a mi que iba a terminar la semana de perro guía de Piernas, si se entera Ramírez me va a gastar hasta cansarse, ¿qué es ese olor? huele muy bien.
- ¿Ve algo con ese encendedor?
- No se preocupe, vamos bien.
- Usted dirá que niñería pero me pone especialmente nerviosa la oscuridad - Estoy hablando de más a ver si este monigote anda después esparciendo en la oficina que me entró pánico a mí, que digo esparciendo mejor que ni se le ocurra comentar nada, ya voy a encontrarle la vuelta para insinuarle que no lo haga, que sería perjudicial (para mi imagen por supuesto) o qué se yo que le invente, va, después de todo este mosquita,¡ja!, quien va a creer algo raro de… ja.
- Es perfectamente normal Zulma, es el miedo más viejo del hombre - Es perfume, sí el perfume de Luciana, que bien huele
- ¿Miedo dice? no Juán una mujer como yo no le teme a las sombras, figúrese que me las he tenido que ver con cosas peores que esas y no soy de achicar usted comprenderá.
- Aja, ya veo - Si no fuera que me cae como una patada al hígado le daría un beso aunque más no fuera para que dejase de decir pavadas, ¡pero que estoy diciendo! parece que el corte me alcanzó el cerebro - Ya ve Zulma mire hacia allá, ¿ve esa puerta?
- No, ¿cuál?
- Por allá.
- ...
- Bueno es la salida a la escalera.
- Ah claro.
- Quédese acá junto a la ventana que yo abro y con la luz de emergencia del pasillo le va a resultar más fácil caminar.
- ¿Le parece Juán?, no, mejor voy con usted.
- Hágame caso, ya vengo, mire parece que toda la ciudad ha quedado en penumbras, qué espectáculo peculiar.
A la mierda que tiene razón este tipo, que cosa más espeluznante, es una película de terror, apenas veo el edificio de enfrente y de la calle ni noticias, que miedo me está entrando.
- ¡Juán!
- Ya voy, déme un momento - Que lo tiró que es histérica, casi me hace gracia la situación, si no fuera que no me está gustando nada esto de luces fuera.
- Ah bueno, ¿todo en orden?
- Sí, pero tengo una mala noticia.
- ¿Ahora qué?
- La puerta esta cerrada.
- Ah bueno, eso sí que es una muy mala noticia ¿y entonces?
- ¿Y entonces qué?
- Entonces ¿qué hacemos?
¿Tengo cara de cerrajero yo? - Bueno hay dos posibilidades.
- Diga diga
- Una, esperamos a que vuelva la luz, aunque no tengo idea cuando pueda ser eso.
- ¿Y la otra?
- Y la otra y la otra… llamamos a Sarmiento por teléfono para que nos abra.
- Eso, sí, hagamos eso, tenga use mi celular.
- No es necesario, uso alguno de la oficina.
- No que va, vamos ¡llámelo llámelo!
- Bueno a ver, ¿con este se prende no?
- Solo marque
- Bien
Dios mío porque me haces esto - ¿Y?
- Está llamando - dale Sarmiento, dónde estas viejo, no te hagas el ota y atendeme el teléfono che.
- ¿Qué pasa?
- No sé, no atiende.
- A ver déme
Que tipa brava por favor - ¿Y Zulma?
- Nada.
- Qué le dije.
- Sí pero no puede ser.
- Bueno pero es.
- ¿Entonces qué hacemos?
- Déjeme pensar… por casualidad, ¿tendría un cigarrillo para convidarme?
- ¿Eh?
- Un cigarrillos es que se me acabaron y…
- Ah sí entiendo tenga.
- Gracias, mire a decir verdad por ahora al menos no se me ocurre nada mejor que esperar un rato a ver si vuelve la luz.
- Pero es que tengo cosas que hacer.
- Entiendo Zulma, si de mí dependiera...
- Llamo de nuevo, este portero es un inconsciente, cómo no viene a abrirnos… cuando usted subió ¿le dijo algo?
- No lo vi.
- ¡Aaaah no le puedo creer tanta mala suerte junta!
- ¿Y a usted Zulma?
Atendé el teléfono porterito inútil - A mi nada, no lo vi tampoco vaya a saber en dónde estaba el señor, vaya a saber en dónde esta ahora, ¿puede ser qué no sirva ni para atender el teléfono?
- Si me disculpa un momento ya vuelvo.
- ¿A dónde va Juán?
- Al baño, ya regreso.
- Pero… ¿ve algo?, se va a golpear.
- Tengo un encendedor con eso basta.
- Bueno si a usted le parece. ¿Hola?... sí Muriel, estoy demorada querida, te tenés que quedar un poco más, cómo está Julián… ¿duerme?... bueno, no sé, no sé a que hora, vos quedate ahí, en la heladera hay suji de ayer, servite… bueno perfecto.
Que distinto se ve el baño ahora que no se ve, debe haber una perdida, ese rumor de agua viene de la mochilla me parece, debe estar el tapón pinchado como en casa, a ver, a ver, que lo parió, esta ardiendo el encendedor, mejor lo apago antes de que me explote en la mano, esto de pillar de memoria es totalmente una experiencia nueva, me siento como aquella vez de pibe cuando lo encontré en el baño del colegio a Gonzalo meándole el tacho al portero, pobre Don Luis, si hasta tenía el trapo adentro, ¡qué culpa me dio!, como si lo hubiera hecho yo, ¿estaré embocando?, creo que sí, ahora, si no viene la luz pronto esta tipa me va a taladrar el cerebro, que nerviosa que es, que lo tiró, yo también ya quisiera estar en casa, sacarme los zapatos, mirar un poco de tele, leer un rato en la cama, pero no, y bueno que se le va a hacer. ¿Puede ser que huela desde acá el perfume? es como de… como de… no sé pero como que me recuerda a algo.
- Veo que remodeló.
- Ah sí, siéntese Guzeta las traje junto al vidrio porque aquí entra más luz.
- Juan
- ¿Quién?
Juan Luciana, puede ser que no recuerdes mi nombre, entiendo que no soy personal jerárquico pero bueno che. - Que mi nombre es Juan Guzeta, pero puede decirme Juan.
- Ah que boba, sí Juan claro. ¿Ya pensó algo?
Y bueno, ahí vamos de nuevo - A decir verdad sí.
- ¿Y bien?
Que por algún motivo que no puedo más que adjudicar a lo avanzado de la hora y la escasez de luz, y a ese, ese perfume que lleva puesto y lo impregna todo, me dan ganas de …
- ¿Juan, hombre, qué le pasa, se quedó mudo?
- No que va, pensando, pensando que podríamos intentar llamar a los bomberos pero digo si Sarmiento sigue sin aparecer.
- No no sería un problema porque usted comprenda que vendrían y entonces usted y yo y un problema porque no no Juan eso no estaría bien no sirve
- Y bueno, claro, sí, tiene razón.
Qué cosa con este marmote pone esa mirada de perro mojado y para decir dos ideas juntas hay que apretarle el cuello y ahora con esta ganzada de los bomberos - ¿Quiere otro cigarrillo?
- Sino es molestia.
- Tenga y déme fuego, el mio se quedó sin vencina.
- ¿Sabe a qué me hace acordar esto?... al viaje de egresados.
- Ah mire usted, pero por qué lo dice.
- Bueno qué se yo no sé, estupideces no me haga caso.
- No qué va dígame por qué.
- Y… la luz tenue, el frío, no tener nada que hacer más que fumar mientras el micro andaba y andaba.
- Es verdad… tiene algo de aquello, y no está diciendo ninguna pavada, a mi también me lo recuerda.
- Tenga.
- No deje Juan.
- Vamos Zulma, déjese de cosas y agarre que está empezando a hacer frió.
- Bueno, gracias.
- Ese sobretodo también tiene su historia, ¿me creería que lo llevé al viaje de egresados?
- Mmmm
- Hace bien, pero la verdad es que también me trae muchos recuerdos, me lo regaló una novia que tuve.
- Ah que pícaro.
- Ja, bueno, ella era un encanto de mujer y no recuerdo en que ocasión pero sí me lo regaló ella.
- ¿Y qué pasó?
- Cosas de la vida supongo, a decir verdad pasaron muchas cosas pero ahora es es un lindo recuerdo, de esto ya hace muchos años.
- Y ahora dígame ¿está casado usted?
- No… vos, por favor, dirás que se me pasó el tren a mi edad.
- No, no lo diré - Aunque a decir verdad esta vez parece que el hombre tiene razón - Véame a mí.
- ¿Soltera?
- Ojalá… divorciada, ustedes los hombres a veces pueden ser terribles, de hecho el que fue mi marido es toda una bosta con perdón de la palabra.
- Y a veces no hay otra mejor.
- Es lo que le digo a mi hijo.
Parece otra tipa ahora, sin tanto rouge o más bien con lo poco que se deja ver con esta luz de luna…Es un idiota buenaso al fin y al cabo que para ser hombre es mucho... De carnaval o de propaganda, los ojos delineados en alto contraste ahora se ven mucho mejor o no se ven tan fríos... Ese bigote es lo que me hace su cara familiar, claro tiene un aire al tío Augusto, pero más joven…
- ¿Y tu hijito?
- Ah Julián es un amor, tan inteligente, al padre no salió, si usted lo viera, si vos lo vie… ¡ay que raro me resulta tutearlo!
- ¿Por qué?
- No sé Juán, es raro qué sé yo por qué, usted hace cada pregunta, ahí tiene, ahí tenés otra vez.
Qué salame a mí me encanta - A mi sin embargo me gusta, es decir me parece mejor ¿viste? - por qué arquearás así la ceja Luciana ¿dije algo malo, demasiada confianza te parece?
- Mmmm… sí tenés razón Juán - Porque tiene razón - cómo es la gente ¿no?
- ¿Vos decís con las distancias?
- Claro de repente yo a vos no te conocía porque trabajamos en cosas distintas y bueno en el mismo piso sí pero nunca pensé…
Que existía - Que alguna vez podríamos charlar.
- Exactamente.
- Bueno a decir verdad yo tampoco y también me equivoqué es más te voy a confesar algo, hasta esta noche yo usted digo vos disculpame Luciana pero…
- ¿Luciana? - ¿cómo supo?
- Ah sí, lo sé por accidente, creo que me vas a creer… - sí me va a creer, el tono fue de grato asombro y no de reproche - …que fue accidental, encontré tú cartera y me topé con tú documento.
- ¡Ay Juán estoy horrible en esa foto! - Cuánto hace que no me decían así, desde la secundaria, desde entonces.
- Y bueno quiero decir que para nada pero hasta bueno no digo o sea más bonita pero bien linda - ehhhhhh - y el nombre tú nombre es muy lindo nombre.
- Bueno - Que tonto lindo nombre me dice, linda foto, que tonto - gracias dos veces
- ¿Dos?
- Por el cumplido y por la mentirilla.
- No qué va si lo digo en serio - qué linda sonrisa.

Y como la luz no volvía y porque hay cosas que se ven mejor sin ella, anduvieron de paseo aquella noche, recorriendo los paisajes de sus vidas. Y hasta se rieron de buena gana y sin mesura. Él le contó de su pasado solitario y su presente resignado, ella, de sus ayeres traicionados y sus cosechas descreídas. No hubo cuando la luz del sol tocó la ventana sino lamento. Lamento, porque con el día la electricidad volvió, y con la electricidad las puertas nuevamente estuvieron abiertas y detrás de ellas, los caminos sujetos sólo por la voluntad de sus pasos. Lamento, porque detrás de las ojeras y los paladares negros de café frío quemado, dos rutinarios desconocidos estaban enfrentados y descubiertos, desnudos más allá de sus ropas, felices y temerosos, más todavía pendiendo las cadenas, derruidas pero no desechas, de sus corazones en pena. Y se despidieron:

- Luciana Luciana, que nombre más bonito, por qué no lo usas más seguido me pregunto.
- Tú segundo nombre me gusta.
- ¿Entonces?
- Y entonces ahora para mí sos Gastón.
Mi nombre secreto para vos si querés - Me parece justo - y me encanta - más que eso… me encanta.

En esta hora incierta en que el sol se recuesta sobre el horizonte, en la que el sol se reinventa en aquella otra frontera, en esta hora, en que lo que es y lo que parece son y no son una misma cosa, quiero estarme un rato todavía sin pensar que después, tendré que decidir si ya es de noche o amanece.

La mañana del lunes el piso volvió a roer con su encía de oficina los chasquidos de teclados, los zumbares de procesos de computadora, los apretados pasos en la alfombra. El aire vibraba su metódica desarmonía de costumbre. Un tímido saludo hubo entre los dos, cuando en un pasillo, el perfume de naranjas atropelló a Juán que levantó la cabeza de los papeles que llevaba. Luciana sonrió mecánicamente, no con aquella sonrisa de madrugada, sino con la mueca de serie, un gesto epiléptico, acentuado y fugaz. Él asintió, y al bajar el mentón también bajó la vista al suelo.

Y como la luz ya había vuelto y porque hay cosas que no se ven con ella, él se dijo que así era mejor, después de todo esa señorita no era de fiar, una chica con un pasado muy alocado y un dudoso carisma hacia el jefe, y ella, que a lo pasado pisado, que ese tipo era un hombre sin mundo, diminuto pobre diablo sin futuro, así era mejor.

Ahora, que Gastón y Luciana han decidido sus luces y sus sombras, vosotros, que habéis leído esta historia, salid a la calle, abrid bien los ojos y atended primero al alma y después, mucho después, a la razón.