domingo, 19 de septiembre de 2010

La Boca















No recuerdo cuando fue la primera vez que tuve que ir al dentista. Creo que no era tan chico. Esto no significa como luego comprenderán que tengo lo que se dice una dentadura fuerte. Lo que sucede es que entre la aparición de la carie y los primeros signos de dolor que registra mi cuerpo puede pasar mucho tiempo, inclusive años. Supongo que las terminaciones nerviosas que acuden a mis dientes están bien lejos de la superficie. El caso es que es mucho más probable que descubra en el espejo del lavabo el deterioro de una pieza dentaria, a que la sienta dolerme y la descubra por ello. Como cuando se corta una uña, no se siente dolor sino hasta que la hendidura llega a la carne que recubre el hueso de la primera falange. Lo mismo me ocurre con las fisuras en los dientes. No sito porque tampoco recuerdo mi primera extracción. En cambio sí me ha quedado gravada una especialmente sanguinaria. Me la practicó una odontóloga recomendada quien sabe por quien a mamá. Yo vivía con mi pareja de entonces en capital y tuve que viajar una hora en colectivo para allegarme al consultorio de la susodicha doctora en algún recóndito lugar del gran Bs. As., por donde nunca antes había pasado. Algún tiempo después me enteré de que la doctora Viviana supo padecer de parálisis en la mano diestra lo que explicaba enteramente su falta de fuerza en el momento de remover mi muela.
Mi boca es como aquel empetrolado recodo del río donde la costas están sembradas de viejos cascos ladeados que se hunden en el fango con la nostalgia de sus años mozos, de sus quillas relustrosas, de sus silbatos a todo pulmón y sus máquinas en marcha. Así mi boca es ausencia y mal oleaje de tabaco, oleaje de una lengua ennegrecida en el café que recorre pesadamente los espacios entre los moribundos navieros que aun no han zarpado de sus muelles.
Papá nos llevaba dos por tres a toda la familia a recorre y patear un rato las costas de aquella La Boca donde vivieron sus abuelos europeos. Era un hermosos museo de fantasmas de hierro ceñidos por magníficas cadenas, con eslabones grandes como mis piernas, sujetos a tierra previniendo se echaran a andar para aplastar cuanto se les pusiera delante. Había barquitos oxidados como abuelos en sus descompuestas mecedoras y otros, enormes edificios marinos como fábricas abandonadas a la herrumbre y el silencio. Anclas como crustáceos desmesurados que la marea ha arrojado fuera del agua. Cristales rotos en las redondas ventanas y largos yuyos entre las piedras como las uñas de los muertos. Qué aventura recorrer aquellos lugares. Qué ganas de abordar y buscar el timón y correr escaleras abajo, a la sala de máquinas y gritar a los mecánicos ausentes que dejen de holgazanear y arreglen lo que arreglan y a zarpar. Pero no se podía abordar, había una prohibición en los carteles enclavados, pero antes que estos estaba papá que por supuesto no lo aprobaba. Y mamá que cuidado con correr, que no tan cera.
Me pregunto qué significaba para papá aquel lugar. Era o había sido el refugio de sus abuelos venidos del viejo continente, pero creo que acaso él no los había conocido. Por otra parte papá trabajó en Administración de Puertos cuando aun era estudiante universitario. En su casa había una foto que hoy me gustaría tanto tener donde podía vérselo construyendo un modelo a escala de una grúa portuaria. ¿Serían aquellos recuerdos los que papá palpaba recorriendo La Boca? Siempre le gustaron las grandes máquinas, no por nada era ingeniero. ¿Pero los barcos? ¿Eran máquinas para él? ¿Qué significaba aquel cementerio de navíos pudriéndose sin remedio en las turbias aguas del río más contaminado del mundo? Con los años papá fue dejando esa costumbre de visitar La Boca.
El viejo tiene una dentadura extraordinaria, a sus sesenta años solo le han arreglado un diente. Se seccionó el nervio en un accidente inusitado en el que un destornillador con el que estaba forcejeando se le zafó y fue a darle un golpe certero por arriba del labio. Mamá en cambio, tiene el tipo de complicaciones que yo le he heredado. Por mi parte he visitado más dentistas que psicoanalistas, y eso es decir. Al menos los odontólogos me han arrancado a su tiempo uno y otro dolor. Otra que ha tenido padecimientos bucales es la abuela, está bien, yo ya la conocí vieja, pero créanme que si reunimos todos los dientes de las diferentes dentaduras que le han hecho tendríamos más piezas que una docena de tiburones.
La Boca pabellón de moribundos navieros. La Boca pasión de multitudes futboleras. Caminito multicolor, calidoscopio de artistas y turistas. La Boca, chapa y conventillo. La boca inundación y veredas pedestal. La boca por donde digo, la boca por donde callo. Despoblado rincón donde apalabro la ausencia, la boca.

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