sábado, 25 de septiembre de 2010

El artífice del tiempo



















Emanuel Graciani vivía desde hacía años en Los Helechos, una residencia mental en Bogotá.  Todas las tardes se apartaba a un rincón del parque donde permanecía de pié inmóvil.  Un día, Javier Belindez que estaba haciendo la residencia, le preguntó que cosa hacía allí solo durante horas a lo que Emanuel respondió: -Estoy haciendo tiempo.  –Y eso cómo se hace- cuestionó Javier.  –Ah, muy fácil, lo difícil va a ser aprender a usarlo.

Esa extraña

Estoy casi seguro de que no llovía.  Pero está sonando “Purple rain” en este café donde escribo  y lo recuerdo.  Era tarde para el sol y entrada la noche estaba oscuro, igual que ahora que es temprano.  Ahora suena “When a man love a woman” y sé que tenía que contar esta memoria.  Dormimos juntos.  Ella, una bonita mujer de unos treinta y cortos años.  Volvía del trabajo, igual que yo.  Cuando desperté me sonrió alzando los ojos sin levantar la cabeza.  Yo estaba sorprendido, como supongo que le pasa a cualquiera que se despierta y no sabe bien donde está.  No creo haberle devuelto la sonrisa.  Parado, aferrado a mi bolso, con las ropas arrugadas y los ojos lagañosos, me pasé una mano por el cabello y me encaminé hacia la salida sin voltear.  Se llamaba… no lo sé.  Nunca nos nombramos.    Cuando desperté nuestros alientos se acariciaban.  Apenas unos centímetros, rostro contra rostro.  Me expliqué apresuradamente que solo tenia que caminar para recordar, para entender como ella y yo… habría llegado cuando yo dormía, como el sueño, uno insolente claro, pero bonito.  No tuve que despertarla para levantarme.  Pero ella despertó con más conciencia que yo.  Debí poner esa cara de tonto que intento disimular frunciendo el entrecejo.  De seguro parecía más constreñido que enojado, cosa que tampoco estaba.
La escuché decirme sin hablar: ¿te gustó?, ¿viste lo que hicimos?
Yo estaba confundido me digo ahora, nunca encuentro las palabras cuando me sorprendo.  Recién ahora que ha pasado cuánto… ¿cinco años?
Ya amaneció y todavía escribo después del parpadeo que le ha quitado a la avenida ese alo de misterio, de refugio, y a este café, el tono confidente.
No he vuelto a verla aunque quizás nos hemos vuelto a cruzar, quien sabe, ya no la recuerdo, aunque todavía recuerde esa sonrisa traviesa, esos ojos brillantes, esa figura de mujer acurrucada en un bostezo.  Era una mujer bonita, de unos treinta y cortos, volvía del trabajo igual que yo.  Nos reunió el atardecer que esa misma noche nos separaba.  No tuve que despertarla para levantarme.  Ella me sonrío.  Yo no dije nada, y bajé del micro.

domingo, 19 de septiembre de 2010

Cuervo


















E
l barrio le había resultado familiar unos tres o tal vez cinco minutos atrás.  Abandonó la avenida, una cuadra después de la estación de servicio tapiada, que encontró como se suponía junto al semáforo, y encaró a la izquierda en una maniobra rápida que le valió un furioso bocinazo.  Unas cuadras más allá se topó con un cartel municipal de desvío y viró a la derecha para rodear la manzana.  Conforme avanzaba, el barrio se hacía más opaco.  Casas viejas con pequeños jardines descuidados o sin ellos, paredes partidas de sol, resecas y descascaradas construían el relieve más allá de las veredas.  Detrás de los cristales de su auto el barrio evolucionaba como las dunas en el desierto.

Tal vez, no había sido la mejor idea consultar a un nuevo mecánico pensó pero enseguida se recordó la poca fe que le merecía el de su barrio, sobre todo, después de la última reparación.  Tres días era poca cosa para que volviera a explotar como un gasolero.  Sí, había tomado la decisión correcta.  Necesitaba un buen mecánico, y quien mejor que su amigo, un fierrero como Damián, para recomendarle el indicado.

Como el taller seguía sin aparecer, y porque Damián como cartógrafo se hubiera muerto de hambre, buscó con la ventanilla a media asta algún lugareño que lo auxiliara.  Dos cuadras atrás una señora que arrastraba un changuito de feria se había negado a responderle siquiera el “buenas tardes”,  posiblemente la anciana no le había escuchado y él no quiso, ante la duda, perturbarla.  El barrio parecía desierto.  Se sintió extranjero, sin derecho a quebrantar el acuerdo tácito y unánime de la barriada, que sin duda, había consagrado aquellas horas de la tarde, para el íntimo retiro y recogimiento, sobre o debajo de las sábanas y puertas adentro, la siesta.  Cinco minutos después, cruzó a un chico que pateaba su pelota contra el frontón de un terreno baldío.  Solo obtuvo un gesto de incógnita como respuesta.  Claro que el que Damián no hubiera escrito el número ni aun el nombre de la calle, complicaba más las cosas.  Terminó arrojando la hoja de ruta hecha un bollo al asiento del acompañante.

El sol, con brío de torrente se hacia mil navajas en el parabrisas y venía a clavársele en los ojos entrecerrados.  Ni chicharras, ni pajaritos, ni perros, ni más transeúntes, nadie a la vista, nadie bajo el ardiente cielo celeste.  Cuando hubo dispuesto su regreso, temiendo acaso quedarse varado en medio de ninguna parte, acobardado por las explosiones cada vez más irregulares del motor, acalorado y con menos humor que esperanza, descubrió aquel antiguo galpón.  Claro que no podía ser el lugar que estaba buscando, pero al menos podría preguntar y asegurarse de que el camino hacia la avenida estaba a sus espaldas, después de tanto andar ya no estaba seguro. Antes de bajarse, cebador de por medio, intentó dejar el coche en marcha, pero no bien soltó el embrague el motor dio dos explosiones más y se apagó.

Un hombre mayor, gordo por entero y a medias calvo salió de entre las sombras después de que Héctor hiciera palmas.

-Entreló nomás.

-No yo en realidad quería preguntarle por...

-Lo empujamos- interrumpió el hombre mirando hacia el Renault con su enorme mano en la frente a modo de visera.

-Es que…

-¡Pascual!

Precedido por un derrumbe de hierros en algún lugar del galpón, un muchacho enfundado en su manchado overol apareció junto al hombre.

-Un segundo, estoy buscando a …- dijo Héctor confundido por la velocidad de los acontecimientos y volvió a ser interrumpido.

-¿Te animás?- dijo el hombre y el muchacho asintió mientras se limpiaba las manos en el overol.

- Es que estoy buscando a Raúl Fernández- se apresuró a decir Héctor.

-El mismo- dijo el hombre.

El muchacho abrió la puerta del conductor, examinó el interior con un movimiento dislocado del cuello y colocando una mano en el parante y otra en el volante hizo entrar al automóvil en un par de maniobras.

-La verdad es que estaba medio perdido.

-Sí- dijo el hombre con las manos ya metidas en el motor.

-Dele arranque nomás.

Ante el asombro de Héctor el motor reguló perfecto.  Lo apagó casi lamentándolo, acatando la gruesa mano que el mecánico blandía en el aire como dando un golpe de karate.

-Qué otra cosa- inquirió el hombre, rascándose la mejilla y esgrimiendo unos cortas y sucias uñas.

-No, nada- dijo Héctor quedamente.

Se produjo un breve silencio, quebrado solo por el repiquetear de una tuerca en una lata que el muchacho había sustraído a un derruido Citroën.

-Bueno entonces- dijo el mecánico y Héctor:

-¿No sabría decirme un gomero?- más por agregar algo que por obtener una respuesta.

-El mismo- dijo el mecánico.

            El galpón resultó ser más grande de lo que Héctor había supuesto.  Las paredes de regios ladrillos trepaban hasta el enchapado techo que se adivinaba detrás de unas gruesas vigas de madera.  La luz, entraba y moría un par de metros más allá del umbral del portón, después de eso, no era más que un balbuceo sostenido por tres lámparas que pendían de sus cables como lo harían los cuerpos aún calientes de los condenados en un patíbulo.  Al fondo, en lo alto de la medianera, una ventanita inalcanzable era perforada por una delgada columna de sol que trazaba su diagonal recorrido en el polvoroso aire y hería, antes de aterrizar en algún lugar no develado, los confusos perfiles de una pila de chatarra.  Bajo sus pies, el cemento suavizado por una alfombra de aceite y combustible.  Rodilla al suelo, la llave cruz giraba como una bailarina en la mano del viejo.  Descubrió cuatro agujeros, según le declaró:

-Cuando puede se consigue una rueda más polenta, esta no quiere más nada ¿sabe?, andar le va andar, eso sí.

Del muchacho solo se sabía por alguna que otra puteada entrecortada entre martillazos y caídas de herramientas que Héctor supuso provenientes de la fosa que se abría bajo el Citroën.

-¿Cuánto me va a salir todo señor?- dijo Héctor tanteando la billetera en el bolsillo interno del saco.  La verdad era que le preocupaba tener suficiente dinero.  Había pensado que tendría que dejar el automóvil.
-¿Usted fuma?- inquirió el viejo sin levantar la mirada del neumático que estaba puliendo.

–Sí.

-¿Eh?- dijo el gomero mientras detenía el torno.

-Si, Marlboro, -aclaró Héctor extendiéndole el atado- ¿gusta?

El gomero se incorporó, tomó un cigarrillo y sacó del bolsillo de su camisa manga corta una cajita de fósforos, retiró un fósforo, lo posó de cabeza sobre la zona de raspado.  Héctor estuvo a punto de gritarle que se detuviera, la chispa haría volar todo el lugar, bien lo anunciaba el combustible que flotaba en el aire como una medusa gigante y se dejaba sentir en el paladar con su aspereza aterciopelada.  El fósforo se arrastró por la cajita ladeada y Héctor pensó en el alambre de seguridad desprendido de una granada.  Entrecerró los ojos.

-Y dígame- dijo el viejo exhalando el humo y las palabras- ¿Qué hace usted con este coche?

Héctor apenas repuesto, trataba de recordar cuánto dinero había en su billetera sin llegar a una conclusión.  ¿Había pagado en efectivo o usado la tarjeta en el supermercado? 

<-Dame las llaves, manejo yo había dicho Clarisa, no, la verdura la compro en el mercadito, ¿qué hacemos chuchi, llevamos el secador de pelo o vas a arreglar el rojo?

-Efectivo o tarjeta- tuvo que decir la cajera.

-Tarjeta- había dicho Héctor, ¿o efectivo?

-¿Cómo dice?- respondió eludiendo una pila de neumáticos y acercándose al viejo que se había arrimado hasta un calentador al otro lado de la estancia.

-El auto- apalabró retirando una sibilante pava del mechero- es viejo y pese a que se ve que lo cuida anda como pidiendo el banco, ¿me entiende?

Y si pagó en efectivo, ¿a cuánto había ascendido la suma, cuánto dinero quedaría en ese caso en su bolsillo?  La expresión de Héctor se había trocado por la de otro, un niño, Hectitor, con los ojos bien abiertos y la comisura de los labios hacia abajo.

 <-Cinco por cinco Hectitor, guarde esos dedos- le decía su papá y el mudo, revolviendo en su mente infantil, rebuscando entre tantos números, en un laberinto colosal, cruzado de signos matemáticos, rayitas de igual, cruces de mas, barandas de menos y nada, y todo y mudo.>

-Vea- resolvió el viejo, y jalando una tela descubrió un Corvette reluciente.  -¿Qué le parece?

Héctor contemplaba las líneas curvas que habían emergido como una ola de aire fresco.  La sorpresiva aparición lo dejó boquiabierto por un rato.  El viejo pareció comprender y tampoco dijo nada.  El Corvette descansaba agazapado y silente.

-Hace un par de años que lo tengo.  Apenas si lo he usado para dar unas vueltas.  De tanto en tanto lo enciendo.  ¡Eso!- dijo asaltado por la idea y mientras se subía trabajosamente al auto anunció entusiasmado:

-Cuche esto.

El arranque prorrumpió en la estancia como un tropel de caballos salvajes que ha transpuesto el cautiverio de su potrero.  Dio un par de aceleradas y el motor furioso martilló el pecho de Héctor con fuerza de estampida.  Después ronroneo suavemente y por último enmudeció.  El chasquido de la llave salida del contacto reverberaba en el aire.

-Este es el coche pa uste, sé, no me mire así hombre, es como le digo, yo no le doy uso ¿entiende?, ¿qué va a hacer un viejo como yo con esta hermosura?

-Es hermoso, una belleza, pero yo no tendría como pagarlo.

-¡Bah! pagar, pagar, uste lo que hace es darme el Doce y tanto como… como la mitad de lo que vale su Renó, es qué, modelo ochenta, ¿digo bien?

-Sí- dijo Héctor que se había quedado hipnotizado y hablaba mirando hacia el Corvette.

-Igual que este, va, es ochenta y dos pero ¿quién le va a contar las rayas a un tigre, no?

-Es mucho menos que justo- dijo salido de su ensueño por una mosca que había ido a posársele en una ceja y ahuyentándola:

-De todas formas no podría pagarlo, tengo…tengo muchos compromisos- articuló meneando la cabeza y lamentando su suerte, tanto más de lo que demostraba.

-Será otra vez entonce- disculpó el viejo mientras volvía a cubrir el auto.

<-Otra vez será campeón- murmuró la cascada voz del supervisor y Héctor volvía a su lugar de trabajo treinta días después del entrenamiento y selección para el nuevo jefe de sección.
-Será otra vez pibe- resonó la vos del entrenador y Héctor salía renqueando de la pista de atletismo dos minutos después de empezar la carrera que nunca terminó.>
Un “mala suerte” o un “perdiste” hubiera preferido escuchar.  Mas descarnado, tal vez, pero menos cruel.

-Será otra vez entonce- disculpó el viejo mientras volvía a cubrir el auto.

-Si…mala suerte- suspiró Héctor como un chico detrás de la vidriera de una juguetería que están cerrando- y ¿cómo cuanto le voy debiendo señor?- insistió a las espaldas del gomero.  El viejo se acercó a la pava y mientras se cebaba un mate contestó:

-No, que va, si todavía no termino, ta secando el pegamento- aleccionó.  -Mire, no le voy a cobrar un ojo de la cara- dijo repentinamente elevando el tono de voz y con el ceño fruncido agregó - y eso porque ya tengo dos.  ¿Noes verdá Pascual?  El muchacho, aparecido por detrás de Héctor, gorgojeó cabizbajo:

-Ver da.

-Y ¿qué me dice del tutú, nocierto que andaría mejor con usté?- se repetía el viejo inquieto mientras sorbía el mate.

Héctor ensayó las manos con las palmas hacia el techo sin haber encontrado en la lengua materna una declaración más precisa.  Al fin dijo – ¿Qué es eso de que andaría mejor conmigo?

Respondía el joven con pasos teatrales simulando alisarse una solapa ausente, y moviéndose con pasos orondos.  En medio de la grotesca imitación tropezó y fue a darse de cabeza contra el rostro de Héctor.  Este retrocedió unos pasos por el impacto sin llegar a caerse.  Se tomó la nuca algo mareado, se enderezó y repuso:

-Esto muchacho- decía mientras se señalaba el saco- es ropa de trabajo igual que la suya-
La desconcertada cara del joven esgrimía unos enormes ojos negros enclavados en la cabeza semi gacha metida entre los hombros con el rostro casi hundido en el overol.

-¡Pascual!- bramó el viejo y amagó un golpe con una llave francesa –bicho endiablado, ¿¡qué te dije, qué te dije de estas cosas!?

El muchacho, alicaído, dando media vuelta se retiró de inmediato.

Fue un accidente, no es nada, iba a decir Héctor, pero se abstuvo al ver el perfil del viejo que había mudado de la cólera a la amargura.

-Cuesta creer como tan joven es tan mañero- rezongó mientras se secaba el sudor del cuello con un pequeño pañuelo y continuó diciendo perdida la mirada en un lejano rincón del techo, donde Héctor, creyó distinguir unas ramas.

-El oficio lo aprendió rápido, eso sí.

-Se lo ve un tanto retraído- confesó Héctor en voz baja mientras se masajeaba la cien.

-¡Ah! gritó el viejo recayendo en el rostro de su cliente –pero fíjese un poco lo que le hizo este demonio de …-

-No es nada hombre, un golpecito nada más, cosa de muchachos, crecen más rápido de lo que coordinan.

-Tendría que haberlo visto de más gurí -decía el viejo mirando al tiempo invisible- arisco como él solo, apareció un día de tormenta, todo mojado y con una pata rota, se curó solo nomás porque no quería que me le acercara el muy desconfiado,  nos hicimos amigos con el tiempo y ya se me aquerenció- dijo tomando asiento en un banquillo y ofreciéndole otro.

-¿Uste tiene hijos?- inquirió absorto en la tarea de escarbar con la bombilla en el mate.

-No todavía dijo Héctor y tomó asiento frente al viejo.

-Permítame un consejo- creyó entender Héctor decir al viejo que hablaba mientras tosía ofuscado -No los malcríe demasiado o le pueden traer muchos disgustos, y después pa corregirlo…hay Dio, si hasta lo quise meter a la jaula una vuelta.

-¿Tuvo problemas con la policía el muchacho? preguntó Héctor que creyó estar oyendo las incansables quejas de un anciano.

-El gato, se agarró con el gato del vecino la última vez y…y ahora...no hombre- amonestó paternalmente- No es escarbe ques pior, hágame caso- y le extendió el pañuelo –Póngaselo ahí y aprete un poco.

-Se me debe haber metido una basurita- musitó Héctor.

-Sí, suele pasar- remedió el gomero desviando la mirada.

            El viejo rearmó la rueda y la colocó.  De no ser por las protestas de un ovejero que conversaba a las moscas en el umbral del portón ya no se hablaba nada.  Aunque el sol venía en picada el galpón seguía sofocante y hediondo.  Héctor había optado por dejar el saco en el asiento trasero del auto y se había aflojado la corbata.  Tenía, el rastro de tres rasguños cruzados en la frente y una punzante jaqueca.  Caía rojo el atardecer en la ensortijada estancia y al desorden reinante se habían sumando lánguidas y filosas sombras.

            El costo por todo el trabajo fue más económico de lo que Héctor imaginara.  Un par de billetes, los únicos de su flaca cartera, saldaron la deuda, bajo una queda y amable negativa del mecánico a cotizar su labor, que terminaría por quebrarse ante la insistencia de Héctor.  Echó una última mirada a la estancia que lo había guardado durante toda esa tarde, se despidió con un apretón de manos del gomero y con un adiós al viento, del invisible muchacho, llevándose con él un sentimiento inconfeso de pérdida y nostalgia.  Las concisas directivas del viejo le permitieron desandar el camino.  Al final, la barriada lo devolvió a la avenida con la media luz que prestaba la noche.

Una semana después, en una galería de comidas, se encontró con su amigo durante el receso del medio día y pronto se  trabaron en discusión.  Damián insistía en que Raúl Fernández, el mecánico, era un hombre de unos treinta y pico años, delgado como un espárrago y como si eso fuera poco, de tupido pelo rojizo enrulado.  La plática tuvo que ser interrumpida para más tarde, la hora del almuerzo tocaba a su fin.  A la salida, y esto terminaría por hacer enojar a Héctor, Damián lo bombardeó en el estacionamiento, que cuándo había cambiado el auto, que ya era hora, que el color púrpura era de su gusto y que cómo era posible que no le hubiera dicho antes.

-Bueno, ya basta, dejate de hinchar con el chiste y subí que te llevo hasta la estación- acabó diciendo enérgicamente Héctor.

Damián lo miraba con recelo pero terminó por hacerle caso.  Fue Héctor quien intentó algún comentario sobre el ajetreado día de trabajo y tan luego, ante la mudes de su amigo, algunas palabras sobre el estado del tiempo que tampoco obtuvieron ni un sí ni un no.  Damián se bajó del auto, saludo mecánicamente con la mano por detrás de la ventanilla jaspeada por el chaparrón y desapareció al trote cortito con el maletín en la cabeza entre toldos y paraguas.  Héctor pisó pensativo el acelerador y sintió como se hundía su cuerpo en el suave abrazo del paño del asiento.  Encendió el stereo y el cd relató su historia inundando la cabina con un tejido arrullador de violines.  Bajó rápidamente en su casa, por esa fobia inexplicable que tiene el hombre ha ser alcanzado por el repiqueteo del agua en su caída del cielo.  Activó la alarma ya en el resguardo del porche.  Entró, besó a su mujer, se cambio de ropas, se quitó las gafas, se colocó el parche en el cuenco vacío y se sentó a la mesa, donde la comida, ya estaba servida.

La Boca















No recuerdo cuando fue la primera vez que tuve que ir al dentista. Creo que no era tan chico. Esto no significa como luego comprenderán que tengo lo que se dice una dentadura fuerte. Lo que sucede es que entre la aparición de la carie y los primeros signos de dolor que registra mi cuerpo puede pasar mucho tiempo, inclusive años. Supongo que las terminaciones nerviosas que acuden a mis dientes están bien lejos de la superficie. El caso es que es mucho más probable que descubra en el espejo del lavabo el deterioro de una pieza dentaria, a que la sienta dolerme y la descubra por ello. Como cuando se corta una uña, no se siente dolor sino hasta que la hendidura llega a la carne que recubre el hueso de la primera falange. Lo mismo me ocurre con las fisuras en los dientes. No sito porque tampoco recuerdo mi primera extracción. En cambio sí me ha quedado gravada una especialmente sanguinaria. Me la practicó una odontóloga recomendada quien sabe por quien a mamá. Yo vivía con mi pareja de entonces en capital y tuve que viajar una hora en colectivo para allegarme al consultorio de la susodicha doctora en algún recóndito lugar del gran Bs. As., por donde nunca antes había pasado. Algún tiempo después me enteré de que la doctora Viviana supo padecer de parálisis en la mano diestra lo que explicaba enteramente su falta de fuerza en el momento de remover mi muela.
Mi boca es como aquel empetrolado recodo del río donde la costas están sembradas de viejos cascos ladeados que se hunden en el fango con la nostalgia de sus años mozos, de sus quillas relustrosas, de sus silbatos a todo pulmón y sus máquinas en marcha. Así mi boca es ausencia y mal oleaje de tabaco, oleaje de una lengua ennegrecida en el café que recorre pesadamente los espacios entre los moribundos navieros que aun no han zarpado de sus muelles.
Papá nos llevaba dos por tres a toda la familia a recorre y patear un rato las costas de aquella La Boca donde vivieron sus abuelos europeos. Era un hermosos museo de fantasmas de hierro ceñidos por magníficas cadenas, con eslabones grandes como mis piernas, sujetos a tierra previniendo se echaran a andar para aplastar cuanto se les pusiera delante. Había barquitos oxidados como abuelos en sus descompuestas mecedoras y otros, enormes edificios marinos como fábricas abandonadas a la herrumbre y el silencio. Anclas como crustáceos desmesurados que la marea ha arrojado fuera del agua. Cristales rotos en las redondas ventanas y largos yuyos entre las piedras como las uñas de los muertos. Qué aventura recorrer aquellos lugares. Qué ganas de abordar y buscar el timón y correr escaleras abajo, a la sala de máquinas y gritar a los mecánicos ausentes que dejen de holgazanear y arreglen lo que arreglan y a zarpar. Pero no se podía abordar, había una prohibición en los carteles enclavados, pero antes que estos estaba papá que por supuesto no lo aprobaba. Y mamá que cuidado con correr, que no tan cera.
Me pregunto qué significaba para papá aquel lugar. Era o había sido el refugio de sus abuelos venidos del viejo continente, pero creo que acaso él no los había conocido. Por otra parte papá trabajó en Administración de Puertos cuando aun era estudiante universitario. En su casa había una foto que hoy me gustaría tanto tener donde podía vérselo construyendo un modelo a escala de una grúa portuaria. ¿Serían aquellos recuerdos los que papá palpaba recorriendo La Boca? Siempre le gustaron las grandes máquinas, no por nada era ingeniero. ¿Pero los barcos? ¿Eran máquinas para él? ¿Qué significaba aquel cementerio de navíos pudriéndose sin remedio en las turbias aguas del río más contaminado del mundo? Con los años papá fue dejando esa costumbre de visitar La Boca.
El viejo tiene una dentadura extraordinaria, a sus sesenta años solo le han arreglado un diente. Se seccionó el nervio en un accidente inusitado en el que un destornillador con el que estaba forcejeando se le zafó y fue a darle un golpe certero por arriba del labio. Mamá en cambio, tiene el tipo de complicaciones que yo le he heredado. Por mi parte he visitado más dentistas que psicoanalistas, y eso es decir. Al menos los odontólogos me han arrancado a su tiempo uno y otro dolor. Otra que ha tenido padecimientos bucales es la abuela, está bien, yo ya la conocí vieja, pero créanme que si reunimos todos los dientes de las diferentes dentaduras que le han hecho tendríamos más piezas que una docena de tiburones.
La Boca pabellón de moribundos navieros. La Boca pasión de multitudes futboleras. Caminito multicolor, calidoscopio de artistas y turistas. La Boca, chapa y conventillo. La boca inundación y veredas pedestal. La boca por donde digo, la boca por donde callo. Despoblado rincón donde apalabro la ausencia, la boca.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

La casa está callada

La casa está callada. El solemne jardín, una vieja foto quemada. Adentro el living mastica el silencio entre buches de humedad. La caspa del techo salpicando el leproso piso de pinotea. Ahora que he abierto las cortinas recalo en el ropero. La puerta a medio abrir. Aquí estaban. Mamá, papá, y los dos pequeños. Colgados de los ganchos. La epidemia los ha consumido hace mucho. Millares de polillas que inundaron el sol y arrasaron la tierra. En las venas de la lana se ven todavía sus dientes. Y luego las polillas, los millares de polillas, cuando ya nada había por comer, se vieron a si mismas… se despellejaron, se hincaron sobre cuerpos propios y ajenos, trémulas, vibrantes, fueron su hambre, su sed, su cáncer, su lepra, su mordida.
Me voy por donde he venido, pisando esta alfombra descalza, este osario de alas, de minúsculos fetos ovillados, de crispantes cadáveres grisáceos.

lunes, 6 de septiembre de 2010

El ciclo de las alas

A veces, a orillas del sueño, con una creciente incertidumbre y la linterna casi sin aceite, escucho venir los pichones del infierno. ¡Ah, que malditas criaturas! Tengo el oído atado a sus maniobras aéreas, y al vibrar del tímpano se me eriza la piel y una comezón me muerde de agujas invisibles el cuello, las piernas, la espalda, la panza. Parece que el espanto no puede esperarme y un puñado de heraldos viene a escoltarme. Sé que es inútil, pero mato a uno y otro monstruo volador en sus descansos. Vienen más y así seguimos, hasta que una brecha suficiente de tiempo me permite adormilarme y ya no oírlos.

Soy en el sueño, tal vez otra polilla. Eso explicaría por qué amanezco sin colcha ni sábanas, y el sabor a diente molido en la boca pastosa, tal vez polvo de libros, o el dolor crepuscular en los omóplatos, de un aleteo incontrolable, o la jaqueca palpitante, vestigio de mil golpes en la noche de mi vuelo. Sí, tal vez sea una polilla cuando duermo.

Si aparezco en tu cuarto, cabeceando los perfiles inconclusos de las cosas, debes matarme. Quizás entonces, duerma tranquilo.

Una receta












Es como cuando una va al médico por un chequeo de rutina y él efectivamente te confirma que estas enferma, aunque vos no lo creías e inclusive él sabe como se llama lo que tenés y entonces vos volvés para tu casa con una receta ininteligible y la birome del doctor que te llevaste sin darte cuenta, por esa costumbre que tenés de agarrar algo cuando estás nerviosa, es que no pensaste que te iba a revisar tan a fondo y vos que no te habías depilado o no tanto y bueno y llegás a la farmacia pero resulta que no tienen ese medicamento y entonces te tenés que ir a otra a conseguirlo, y cuando llegás ya es tarde está cerrada y la que está de turno queda en una calle que no conocés y a quién mierda le vas a preguntar y entonces mientras pensás que hacer te vas caminando para la esquina, revolviendo la cartera te deshaces de unas publicidades y demás papeluchos y te reencontrás con lo que queda del aquel labial que pensaste que habías perdido pero la receta ahora no aparece y te das cuenta cuando estás por poner un pie en la bocacalle que dejaste el coche para el otro lado y te pegás media vuelta y por allá ves que se te acerca un tipo con capucha y las manos en los bolsillos del buzo y sin pensarlo dos veces te cruzás de vereda pero justo viene un colectivo y el bocinazo que te pega despierta precisamente más la atención del tipo que para vos ya te venía relojeando de media cuadra atrás y el coso este está agachado, se está atando los zapatos que le adivinas sin cordones y desde su altura levanta la cabeza para ubicarte y no va que claro se cruza a tu nueva vereda y vos que buscás desesperada, pero tratando de poner cara de nada, algún negocio abierto donde meterte, pero ya cerraron todos y el tipo está más cerca de tu coche que vos y pasa un patrullero, cosa que no esperabas porque nunca están cuando se los necesita, el policía va charlando con su compañero y antes de que alcances más que a hacerle un gesto con la mano ya se fueron calle arriba. Entonces pensás que estás jugada, al tipo lo tenés a unas dos veredas y la mano derecha la está revolviendo dentro del bolsillo, sabés que está tanteando el arma. Sentís que te quemás viva, los colores de tu cara deben reflejar el miedo que en este momento apenas te permite seguir avanzando y te das cuenta que eso no te va a ayudar a imponerte al maleante. Diez metros y lo tenés encima. La puta avenida está más vacía que nunca y si pasa algún coche lo hace a toda prisa. El tipo te está mirando con persistencia. Vos te haces la boluda ladeando la cara pero es peor porque el mal viviente es como si te buscara los ojos. Lo tenés a cinco metros y le ves el codo elevándose para desenfundar la mano del bolsillo y ves horrorizada ir saliendo la mano que empuña y vos que sacas fuerza de la adrenalina y das la zancada que falta de un salto y con la birome desenvainada le das una estocada en el cuello. El asesino te mira como si quisiera devorarte con los ojos que se le saltan de las órbitas. Pensaba que te iba a someter, claro, una mujer joven, menuda y sola, como no te iba a hacer lo que quisiera. Se bambolea apretándose con ambas manos el agujero debajo de la oreja y lo ves caer contra el paredón y resbalar con la espalda hasta quedar sentado en la acera con la cabeza ladeada, una chorrera de sangre que sale cada vez con menos fuerza le moja el buzo e inunda el piso en un charco. Y lo ves, en el medio del charco, un papel estrujado que te apresuras a rescatar de la humedad con la punta de los dedos. Lo abrís, lo estás mirando, es una letra desastrosa, una receta.