sábado, 21 de agosto de 2010

Las sonrisas

Crujen las mil alfileres crispándose sobre el papel en la máquina de calcular. El hombrecillo polvoroso se afana tras el teclado. La vista clavada en los números, la mano epiléptica espasmo tras espasmo. Se sacude la tiza grizada en un estremecimiento inconsciente de los hombros. La polvareda anda y desanda los caminos de luz que arroja el monitor y vuelta a posarse en los hombros. Se hincan las alfileres sobre los ojos, que se cierran con fuerza y con fuerza se abren. Hay la parva de papeles que su oficio acumuló durante el día vomitada sobre las bandejas, amenazando desparramarse. Hay las manos que se estrujan sin sentido. Hay el polvo somnoliento que urde en las narices. Y cuando el cansancio y la preocupación están a punto de quebrar la ocupación siempre están ellos. Ellas, él. En casa. Junto a la cuna. Acariciando su cabeza apenas nacida. Durmiendo la inocencia. Y los ojos maternales despiertos cargados sobre las ojeras que van de la cuna al esposo. Y el cabeceo de ella para indicarle que se siente a la mesa servida. El hombrecillo vuelve a su tarea, no va a ganarle esa chusma de símbolos, esa incansable abominación de números, esa revuelta de acertijos y sin sentidos. Vuelve a la carga y vence la masa sublevada e incongruente con la satisfacción más antigua del mundo, la más antigua del hombre. La familia está a salvo.

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