lunes, 3 de enero de 2011

Mi nombre


En el lago, la luna partida en dos escoltada por una corte titilante y helada, en el cielo, una escena semejante.  Como un pez de río frente al mar, así miran mis ojos el vasto paisaje sumido en el letargo otoñal.  Una brisa repentina hace oscilar la llama en el farol de queroseno, sus cálidos brazos danzan en mi rostro y yo pienso fugazmente en una mujer cuyo nombre se me escapa.
Lo único que pica esta noche, son los mosquitos.  La tanza no se ha tensado más que para acompañar la plomada.  Pero yo sigo aquí, porque es un buen lugar para estar, tanteando esta caña como quien tensa una espera.  Orada la noche un sonido, una voz que me llama desde lejos, una vez, dos veces.  Ah las ranas, qué coro de demencias gritan esta noche.  De nuevo la quietud y el silencio, la calma del agua que dispensa una burbuja junto a un junco y la brisa que pasa, volando bajito.  Otra vez la voz.  Me resulta familiar pero no más que este paisaje.  Alzo mi botella y les grito:
- Un brindis por sus gargantas amigas ranas, y también por ustedes hermanos sapos.- mientras así los saludo me empino otro buen trago, y de nuevo se deja oír la voz que susurra largamente mi nombre, dulce y profunda vibra en mi cabeza haciéndose eco.  ¿De dónde proviene?  ¿Puede el viento entre los juncos silbar de esta manera?...

En algún lugar del lago, una mohosa sombra  avanza.  Dos remos chapotean, se hunden, se deslizan, y emergen.  El viejo que los porta vuelve a la carga como un péndulo.

Mi nombre de nuevo, más fuerte y más apremiante relampaguea.
- ¡Ya, silencio!.  SILENCIO Silencio lencio cio, retumba y se pierde entre los valles mi bramido.
Estoy sobre una roca, con los pies descalzos pendiendo cerca del agua, giro la cabeza a ambos lados escudriñando el aire.  Nada.  Solo la noche debajo de la sangre que retumba en mi cabeza.  La noche tranquila que me calma y el corazón que vuelve a separarse de las costillas desde donde, aferrado a las barras, estaba protestando como un reo enfurecido en su presidio.

Lleva rumbo sereno y constante como quien ha aprendido de los años, y este viejo ha vivido muchos, si de vivir puede hablarse de quien ha nacido sin vida.  Pero puesto que memoria no tiene, no es la experiencia lo que lo ha sosegado.  La misión que debe cumplir así lo exige, y más entregado al servicio que a la meditación así lo hará.  Una única certeza lleva encendida en el negro azabache de sus ojos hundidos, la de que no es el último remero.

Mi nombre estalla en el espacio, es concreto el sonido que se dibuja en mi pecho, me enviste, me reclama y muere.  Deja una estela insondable como un bólido que se pierde en la lejanía.

¡A callar! CALLAR callar llar ar...

Mudo, por nacimiento o adopción, bate los remos que tan pulidos por el agua más que remos son navajas.  No siendo ya humano y teniendo que lidiar con la raza desde que el tiempo es tiempo, se le ha pegado, por así decirlo, la apariencia, y no es mimetismo alguno, que la naturaleza no ha dotado al último eslabón de la cadena, a la cima de la pirámide, de tan inútil atributo.  Quien lo ve, jura que no es más que un viejo triste y agobiado como suele ser la gente de edad que, por negligencia o hastío nada espera de este mundo. Así como hemos dado en ver en los ángeles formas de niños y jóvenes halados de saludable aspecto, así hemos dado a este ser su senil cuerpo decrépito.  Es en este caso el hábito el que hace al monje.  Bajo la forma que lo vieren, aunque por convención hemos acordado hacerlo un osario articulado, por cercanía es este anciano que suele parecérsenos al final de nuestras vidas, sea como fuere, jóvenes o viejos al momento del encuentro intentamos los condenados hablarle.  Pero ya es tiempo de que lo digamos, sea por incapacidad o desinterés nada se ha obtenido ni se obtendrá de esto.  Que los ojos engañan, mas la certeza es paria de razón en estos casos.  Qué hay que decir de lo inevitable.  Cómo cuestionar al técnico del servicio meteorológico –Ah, 35º grados a la sombra y cielo despejado… pero vea yo necesitaba que hoy lloviera o al médico de cabecera, -Dígame, francamente, no será un resfrío fuerte esto que usted insiste el llamar cáncer terminal.

Bajo los lunares rojos de la halada coraza unas patitas cosquillean en el dorso de mi mano.
- Hola muchacho.  Hoy parece que no acabo de quedarme a solas.
No se detiene
- ¿Eras vos?, no, no creo, además no conocés mi nombre, pero vamos, ¡a volar!, esperá, un deseo sí, quisiera, quisiera: no ser molestado, acalla ya esa voz que me reclama.  El soplido empuja al insecto que en un instante rompe en vuelo.

La quilla surca el agua y no se sabe si ésta no le abre paso antes de ser envestida, se pliega, se retracta, se recoge, se retira, seda opalescente del liquido telón, en ademán cortesano de respeto y temor.
Pronunciado el deseo de quien a orillas lo aguarda sin saberlo, queda la sentencia dictada, así ha sido siempre y así será, todos seremos algún día remeros.
Un frío repentino empaña los ojos, el lago se torna de un color almagre, el aire chirría el alboroto de unos pájaros invisibles, junto a la orilla, el refusilo de un remo en el aire.

- ¿Quién eres viejo?  ¿Acaso me llamabas?

Pero sé quien es, y en cambio, como del cántaro partido se filtra el agua, así mi razón, mi memoria, mi esencia, se fuga, y en mis últimos saberes leo mi ausencia ya casi total.
Y hablar, el viejo no habla.  Pero sus ojos, que ahora son míos me miran, y solo ven una roca vacía junto al lago.  Y mi nombre,  ya no se escucha, mi nombre ya no es mi nombre, como mis manos, que ahora son marchitos huesos bajo una piel helada, mis manos que son y no son mías aferradas a los remos, en este bote vacío,  bote que guío, hacia la noche.  Tan solo llevo heredadas una misión y una certeza.

En el monitor una línea turquesa chilla incesante.
- Ya, apaguen eso. - manda la voz del jefe de guardias  - Es todo.-
Caen los barbijos bajo el mentón, los guantes se invierten y chasquean, una mano baja en el rostro lívido los párpados, de la Muerte.

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