domingo, 3 de octubre de 2010

Sensación témpica














Si yo le digo que tengo calor y usted me dice que hace diez grados a la sombra, cómo se entiende.  Se llama sensación térmica.  Bajo insospechados coeficientes se mide.  Y cómo se llamaría entonces si yo le digo que hace una eternidad que espero los resultados de mis exámenes y usted me dice que hace apenas diez minutos que el doctor me anunciara que me los daría.  Si tiene tiempo le cuento una historia.  Pero permítame primero que le exponga un poco la idea:

Hay un tiempo, uno sólo.  Sin embargo, es notable la vastedad y variedad de relojes que existen.  Los hay de todos los tipos, formas y colores, de los de sol, de los de arena, de los de agua, de los de cuerda, de los de pila, de los de pulso, de los de aguja, de los de cuarzo, de los de pie, de los colgantes, de los despertadores, de los de bolsillo, de los collares, de los pulsera, rojos, blancos, azules, rosados, negros, verdes, violetas, amarillos, marrones, los que sea.  Infinidad de combinaciones, máquinas, mecanismos, circuitos, prototipos acompasados orgullosos de su grave y augusta conducta, ejército de agujas, de números, timbres, campanas, chicharras y chasquidos.  Todos indican el tiempo.  No, no es verdad, que pretensión, que despropósito, que petulancia sería, si creyéramos que estos, enanos o gigantes, lo que fueran, pueden indicarnos el tiempo, si ni siquiera sospechan lo que es, o mejor sería decir, nosotros, los artífices de estos instrumentos no tenemos una idea acabada de lo que es el tiempo.  Medirlo, cómo podríamos.  Pruébese medir, el peso del trino de un gorrión en primavera, o la distancia entre el enojo y la desdicha.  Inútil ¿verdad?

La vida moderna, la sociedad industrializada, las autopistas, los medios de comunicación, en fin, todo este conglomerado nos ha convencido de la imprescindible utilidad de estos artefactos.  Ahora bien, conocí a un tipo, que no tenía uno pulsera, ni de bolsillo, en su casa no había despertadores, ni de pared.  Juan, así se llamaba.  El quía no tenía relojes.  Recuerdo uno de nuestros diálogos:

-¿En dónde andabas Fabián?  Hace cinco puchos que te espero.

-El bondi, negro, viste cómo es, estuve en la parada más de media hora.

Ante la cara de Juan, que a las claras me decía que no entendía un pomo, y esto no es que lo notara por ser demasiado perspicaz, dos hoyuelos arriba de las cejas y un ojo más abierto que el otro, era prueba arto suficiente de su desconcierto, me esforcé por hacerme entender.

-Mirá- le dije, y le enseñé una bolsa de papeles de caramelos -me los comí en la parada esperando.

Juancito, qué tipo lindo, claro que estaba loco, seguro, y quién no.  Usted me dirá, pero Fabián este muchacho, es decir, bueno, desconocer la hora, cómo se las arreglaba, y le diré, como podía, y quién no.  Ahora bien, nunca supe que edad tenía, yo le calculaba unos treinta y cuatro, a ojo, no más, no es que le preguntara, de hecho alguna vez lo hice y me dijo algo así como que estaba cerca del fin.

-Pero no querido, qué decís, si sos un pibe, que me queda a mi sino che.

Y entonces entendí, se había peleado con su novia o sea, en resumidas cuentas tenía un día azul.  Estaba triste que tanto.  Lo veía seguido, sobre todo el último ¿tiempo?  Son esas cosas que si tienen que pasar pasan, me digo vuelta a vuelta, y me consuelo un poquito.  Ahora, que ya no está de cuerpo presente, lo digo así porque de algún modo está conmigo, me ha dejado una herencia, sí, a mí, y yo la acepté de todo corazón, las cosas que le quedan a uno de la gente que quiere che, qué loco.  Él andará pateando las nubes con su andar ligero en la eternidad que siempre fue suya.  Son esas cosas que si tienen que pasar pasan.  El vigilante que vio el accidente me dijo que cruzó el semáforo a destiempo.  No, qué va, pero qué le podía explicar yo.  Y para qué.

¿Que cuánto hace que falleció?  Y eso, eso que importa.

Juancito, querido, hace ya una parva de ausencias que te fuiste.